Lo nuevo en lo viejo y lo antiguo en lo nuevo

Por Dr. Marc Boillat Sartorio
Bristol (Inglaterra)

 

 

El domingo 8 de junio era un día cálido y apacible. Llegué al monasterio con mi arbolito de cerezo que había comprado hacía unos días y que había transportado en coche hasta el templo desde mi casa, a una hora y media de distancia aproximadamente.
Al llegar me encontré con el Ajahn Jutindharo, Suvaco Bhikkhu y la monja Sumitta que ya conocía de otras visitas al templo. Con respecto al Ven. Suvaco, no puedo olvidar sucesos sincrónicos muy sorprendentes, kármicos diría, que se remontan a ¡hace 25 años! También estaba un grupo de gente muy nutrido que ayudaba en la demolición de unas casetas para hacer sitio a la futura construcción para los huéspedes. Me añadí para contribuir a las obras.
El monasterio de Hartridge, en la hermosa región de Devon (suroeste de Inglaterra) es un claustro pequeño en el medio de la naturaleza. Hasta dónde llega el ojo, por un lado y por el otro de las colinas, no hay signo de presencia humana. Tan solo el paso de aviones en cota revela la época actual. Esa zona es “Tierra de la Nación”, como se define en Common Law (el Derecho Común de la Nación), lo que viene a decir que no se puede tocar, y que ha quedado intacta desde la antigüedad (sólo la agricultura está permitida).
Me fui al monasterio con mi arbolito y mis recuerdos. Los monjes aceptaron mi petición de hacer una ceremonia en memoria de mis queridos padres, fallecidos hace tiempo, plantando un árbol en su recuerdo.
Los monjes eligieron la cima de la colina, un lugar maravilloso y solitario, donde es común toparse con ciervos, corzos, zorros y jabalíes.
Cuando todos los huéspedes que ayudaban en la obra se marcharon, al atardecer, los tres monjes, una queridísima amiga mía y yo emprendimos el sendero que lleva a la cima de la colina, donde la jardinera del templo ya había cavado el agujero que iba a acoger el árbol.
Fue una ceremonia muy sencilla en la que, mientras mi amiga y yo plantábamos el árbol, los monjes rezaron unos Sutras y lo bendijeron junto a la placa que había grabado en madera yo mismo, y que lleva un sencillo “A mi mamá y a mi papá”. Mis padres fueron unos grandes padres y una pareja increíble, una gran historia de amor al punto que no pudieron vivir el uno sin el otro. Para mí fueron un ejemplo imborrable.
Sea como fuere, para mí fue una experiencia muy fuerte. Por un lado los había reunido simbólicamente en el árbol, una entidad viva y sensible, en la misma tierra. Por el otro lado esa ceremonia representó para mí un doloroso “dejarlos libres” de irse juntos, un dejar de retenerlos, aunque siga echándolos de menos. Y también, como me recordó el abad, fue también un recobrar mi libertad, en el sentido de emanciparme de ellos. Sí, porque, incluso como adultos, nosotros siempre nos sentimos niños en el corazón, cuando de nuestros padres se trata. Creo que deberíamos respetar más a nuestros padres. Amarlos no quiere decir no ver sus defectos o errores. En esto está la emancipación, en poder amar de verdad sin retener o condicionarse a sí mismos o a los demás.
Hay una razón por la que elegí el cerezo, y los artistas marciales seguramente la habrán intuido. En Japón, y en la cultura del bushi, la flor del cerezo representa la impermanencia, la fragilidad de la vida, su ser efímera. Nuestra vida… tan fuerte y tan perecedera al mismo tiempo. Buda dijo que hay que comprender bien la impermanencia para poder empezar a franquearse del dolor.
Al lado de esta ley, pero, hay otra, la del retorno cíclico de todo lo que está en el Universo. Así que las efímeras y frágiles flores del cerezo, que nos alegran y abren el corazón durante un instante cada año, no perecen en vano ni permanentemente, pues hasta la muerte es impermanente, y cada año vuelven a representarse, iguales pero diferentes, nuevos pero antiguos. Su existencia es posible gracias al árbol. Ellas son el árbol. Tan sólo la forma difiere.
Nosotros también –como todo– somos impermanentes como lo fueron nuestros padres y antepasados pero, aun así, somos su presencia en el presente, y nuestros hijos son nuestra presencia en el futuro. Es el árbol de la vida.
La moraleja de esto, a mi modesto entender, es que todo irá mucho mejor cuando sepamos, como hijos, apreciar y saborear el gran amor de los padres (véase el estupendo homónimo Sutra de Buda), pues su amor para nosotros y el nuestro para ellos, son las dos caras de la misma moneda. Soy la flor y el árbol al mismo tiempo. Soy el resultado de mis padres y mis hijos son el resultado mío. ¿Cómo podemos no ser gratos y generosos en amor hacia quienes son nosotros y nosotros somos ellos? Padres e hijos no pueden ser separados pese a que las vicisitudes puedan alejarlos materialmente.
Es lo mismo que dijo el Ven. Ajahn Chah acerca de Buda: las cualidades que hicieron de Shakyamuni Siddharta “el Buda” no se marcharon con él… (artículo entero en la revista).

 


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