Bokuden y la escuela de la no-espada

 

Por Juan Carlos Aguilar
5º Dan Aikido
1º Dan Iaido

 

Si realmente creemos que la práctica del las Artes Marciales puede aportarnos algo más, aparte de lo físico, si pretendemos que así sea, como aikidoka creo que junto a nuestro entrenamiento habitual deberíamos seguir un camino complementario que nos permitiera progresar en la dimensión profunda de nuestro arte y llenar de significado nuestros esfuerzos en el Dojo. Estas ayudas en la búsqueda del camino pueden llegar de muy diversa procedencia. No hay reglas para ello y muchas no tienen nada que ver a veces con las artes marciales. En otras ocasiones sí hay una clara relación. Es el caso del Zen, al que muchos nos acercamos, bien practicándolo o, simplemente, a través de la lectura.
Por su relación histórica con el Budo japonés, es en el Zen donde podemos encontrar un significado más hondo a nuestra práctica.
El Aikido, por su origen, está más ligado a la tradición Shinto que al Zen. No en vano O Sensei era un devoto ferviente de la secta Omoto de shintoismo y todo el significado filosófico del Aikido original se relaciona con esta rama Shinto y especialmente con la teoría del Koto-Dama (Sonido-Espíritu).
Sin embargo la visión Shinto no es tan honda como la budista y especialmente la Zen. Para ilustrar esto tomemos como ejemplo un objeto eminentemente marcial como es la espada, la katana japonesa. Para la tradición shinto, es un objeto impregnado de enigmático poder, habitado por los Kami o fuerzas de la Naturaleza. Tiene por tanto todavía un significado naturalista. Es un objeto, no un símbolo.
A pesar de la relación estrecha del Aikido y el shinto, creo que nuestra idea sobre la espada, sobre el Budo en general (integrado en nuestra vida a través de la práctica) debiera estar más en relación con la visión Zen. En ella, la espada es un símbolo. Un símbolo de ideales superiores.
Voy a referiros una historia que ilustra lo que estamos comentando:

 

 

EL RELATO
La barca se deslizaba lentamente, con su remendada vela desplegada, atravesando el lago Biwa, en el corazón de la isla de Hoshu. Había salido de un pequeño embarcadero situado junto al camino de Kioto, dejando atrás, junto a la dársena, la casa del barquero, una sencilla cabaña con techo de paja. El anciano se ganaba la vida transportando a los viajeros a otro punto en la orilla del lago. Se ahorraban así un buen trecho retomando desde allí el camino a la capital. Todo por sólo tres monedas de cobre, y dos más si el viajero llevaba alguna carga de consideración.
La vieja barcaza de cedro no iba llena, pero transportaba al menos a veinte personas. Campesinos, comerciantes, algunos soldados y caballeros de clase samurai.
Uno de estos caballeros era un tipo arrogante y pagado de sí mismo. Su mirada tenía un destello de continuo desafío para quien no se doblegase ante ella con algún signo de mansedumbre. Era un hombre ruidoso y pronto congregó en torno a él a un buen número de viajeros teniendo captada la atención del resto. Contaba historias de batallas y duelos y se jactaba de su habilidad con la espada, ensalzando la escuela de esgrima a la cual pertenecía.
Un pequeño grupo de tres soldados era el que reía con más ganas las bravuconadas de aquel hombre tosco. Sus bravatas encontraban un eco fácil y risueño en aquellos jóvenes deseosos de acción y lo suficientemente inexpertos como para hallarse cómodos bajo alas ajenas y encontrar interesante aquellas historias llenas de sangre y violencia.
Solamente uno de los pasajeros parecía ajeno a las palabras del bravucón.
Con los pies apoyados en un rollo de cordaje y los brazos cruzados, dormitaba tranquilamente recostado, con el sombrero ancho de paja inclinado sobre la cara para protegerse del sol. Por su aspecto se veía que era un caballero de casta Samurai. Llevaba un kinu ligero y la hakama recogida en torno a las piernas, como solían hacer los caballeros que iban de viaje. De su obi, en el costado izquierdo, sobresalía el par de sables característico de su clase. Tenía una cara enjuta, aunque bien parecida y la cabeza afeitada a la manera de los monjes Zen. Algunos caballeros, educados en su juventud en monasterios zen, aun siendo ya laicos, mantenían este signo exterior de sus antiguos votos budistas. Su edad rondaba los cuarenta.
La inactividad del samurai dormido y el halo de dignidad que desprendía llamó la atención de aquel hombre violento. Pronto se sintió molesto ante la poca de atención que le prestaba. No cabía en su cabeza que alguien en aquella barca no admirase boquiabierto su charla engreída. Así que comenzó por hacer algún chiste fácil que sin duda el samurai dormilón escuchó pero al que no hizo ningún caso. El misterioso caballero continuaba sin brindarle ninguna atención.
Uno de los soldados intervino pendenciero, sintiéndose arropado por el grupo y el valentón.
– Parece que vuestras habilidades no interesan nada a ese caballero. Quizá vuestra narración le parezca aburrida… debe considerar sin duda que su escuela de esgrima es muy superior a la vuestra.

Tras este comentario aquel gallo de pelea se sintió con motivos para tomarse la actitud del samurai casi como una afrenta personal y, levantándose, se dirigió a nuestro caballero, lo agarró por un brazo y lo despertó de su sueño, sueño que en realidad hacía un buen rato que había finalizado… (artículo entero en la revista).


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