Zen en el kyudo

Por Javier Parrilla Romero

Responsable del kyudojo de Barcelona

 

Un cuerpo consciente

El kyudo es un camino de aprendizaje y práctica en el que están implicados el cuerpo y la mente. La fidelidad y el esfuerzo continuado a la práctica aporta un conocimiento que va más allá del dominio de una técnica. El verdadero progreso empieza a manifestarse como resultado de una progresiva transformación interior. Esa transformación puede conducir a una suerte de visión ampliada, a una manera de contemplar las cosas bajo una perspectiva nueva, pues la práctica de kyudo alerta de que lo fallos finalmente se deben a una disposición mental incorrecta, a una manera de ver lo otro separativamente, enfrentado y ajeno. El ejercicio de la práctica de kyudo debiera conducir a borrar la separación con la diana mediante una purificación mental en la que la mente o el espíritu descubren que el sujeto y el objeto nunca han estado separados. La profundización en la práctica permite desprenderse de las impurezas mentales que giran en torno a la diferencia y a las exigencias del ego, para propiciar la reconquista de un sentido de unidad y de universalidad. La práctica de kyudo ayuda a ver el hilo que une a la diana y al arquero, el mismo que participa del tejido que constituye el entramado de la realidad profunda. En su progresión, el kyudoka tendrá la oportunidad de dejar de ver con dos ojos diferenciadores y recuperar el ojo integrador, ese tercer ojo que reside en algún punto medio entre los dos que habitualmente nos sirven para distinguir, diferenciar y separar.
Precisamente porque en un sentido profundo la práctica de kyudo encierra la modificación de imperfectos hábitos mentales, la pretensión de resultados inmediatos normalmente debe quedar fuera de lugar. Algún maestro ha dicho que la dedicación al arco sólo da sus frutos verdaderos cuando el practicante alcanza junto a la técnica el conocimiento y el equilibrio personal que le permite ver más allá del arco, la flecha y la diana. Los resultados son el fruto de la dedicación y el esfuerzo, de permitir que una luz se encienda y alumbre el interior del practicante. Eso sucederá de manera silenciosa y progresiva. Pero al final tendrá su reflejo en los movimientos y en el tiro mismo, y dará lugar también a una estética urdida trabajosamente, tan admirada en las ceremonias del tiro con arco japonés. El kyudo enseña a aprender a mirar introspectivamente, y descubre que para entender fenómenos admirables hay que agudizar la mirada, de manera que por encima de los trazos gruesos que los hacen visibles se llegue a vislumbrar la urdimbre delgada y sutil que da consistencia a su fundamento.
Es fácil adivinar que antes de llegar a lo que podríamos llamar mente iluminada de kyudo se hace inevitable el tránsito por un camino sembrado de dificultades. Lo primero es estar dispuestos al esfuerzo físico y a una cierta educación corporal atendiendo las posturas y movimientos que expresan el cuerpo fundamental de kyudo, el kihontai, y son el punto de partida para iniciarse en la Vía del Arco. Lograrlo requiere primeramente una actitud consciente, para intentar hacer del aquí y ahora la condición de los momentos de práctica. Es necesario trabajar para dotarse de un cuerpo de vida (seikitai) que esté animado de la energía concentrada en el tándem (zona abdominal situada a unos dos centímetros por debajo del ombligo, centro físico y espiritual de la persona). La actitud consciente centrada en la respiración implícitamente revaloriza la unidad de la mente y el cuerpo, una tarea siempre difícil porque una división ancestral, de raíces filosófico-religiosas, da clara preponderancia entre nosotros a la mente. En Japón, en cambio, hay una tradición de relación cooperativa entre el cuerpo y la mente en la que se incluye el espacio circundante.
En Kyudo, y así en las artes marciales japonesas en general, el cuerpo se contempla como un instrumento de energía susceptible de ser educado disciplinadamente. Un factor esencial para conseguirlo es centrarse en la respiración (iki) según las pautas de un ritmo (maai) armonizado con los movimientos (ikiai). En la práctica de kyudo, el principiante entra en un espacio con medidas de tiempo desacostumbradas, porque la intención es dar forma a un cuerpo que evite comportarse a semejanza de los actos puramente mecánicos de nuestros hábitos corporales indisciplinados. Podríamos decir que ser conscientes del propio cuerpo es una forma superior de vivir y que olvidarse del cuerpo es dar una medida imperfecta de lo que somos. El cuerpo de kyudo ha de estar vigilante y atento para dar la réplica justa a todo lo que entra en relación con él. Andar en kyudo es moverse haciendo acopio de energías que habitan el ser y armonizarlas con las de los demás. La dificultad de la ceremonia del sharei reside en lograr una respiración y unos movimientos coordinados rítmicamente con los de los otros. En la ceremonia de tiro, este ejercicio de coordinación tampoco podría efectuarse sin una mirada igualmente consciente que, extendiéndose circularmente, dar cabida en ella a los demás participantes.
En definitiva, el cuerpo consciente de kyudo proviene de una actitud mental despierta, atenta al momento presente. Y es precisamente este punto el que permite establecer una relación entre la práctica de kyudo y el zen, al que es necesario referirse para explicar someramente cómo se llegó a establecer esa relación.

 

El zen llega a Japón

Si bien el Budismo mahayana, en la vertiente esotérica de las sectas Tendai y Shingon, estaba presente en Japón desde la época Heian (794-1192), y contaba con respaldo de la familia imperial y de la clase gobernante, el Budismo zen, que Bodhidarma -el número veintiocho en la lista de los patriarcas y del que se dice que estuvo meditando frente a la pared de una cueva durante nueve años- introdujo en China a finales del siglo V (“Ver tu naturaleza es zen… No pensar en nada es zen… Todo lo que haces es zen”) llegó propiamente a Japón en el siglo XII. Primero fue Myoan Eisai, quien, en un primer viaje a China en 1168 estudió el dharma (la ley rectora de la verdad fundamental) y, tras un segundo viaje en 1182, en el que recibió enseñanzas de un maestro de la escuela Rinzai zen, caracterizada por le meditación sentada y el estudio de los koans, fue fundador de esta escuela en Japón, para la cual levantó el año 1202 el templo Kennin-Ji en Kioto, considerado el más antiguo templo zen del país. Es interesante añadir que Eisai trajo de China la semillas del té, que el tiempo convertiría en bebida nacional y en arte para la práctica meditativa asociada al zen (chado). Pero la figura más relevante es Eihei Dogen (1200-1253). Siendo un joven monje en Kennin-Ji acompañó a Myozen, discípulo de Eisai, en su peregrinación a China, y aquí se encontró con Ju-Ching, abad del templo de T’ien-t’ung. Este maestro asentaba sus enseñanzas en la tradición soto, que, a diferencia de la iluminación instantánea, -una iluminación que es fruto del conflicto implosivo que el koan guarda con respecto a la lógica discursiva (“¿cuál es el sonido de una mano cuando está dando palmadas?”)- defendía una posición menos intelectual y más pegada a la tierra. Cuando la consciencia forma parte de lo que hacemos, por insignificante que nos parezca, el mundo aparece tal cual es, con su luz. Y Dogen entendió que la práctica de la meditación sentada de cara a la pared, zazen, no está separada de la iluminación (“En el dharma de Buda, la práctica y la comprensión son una misma cosa”), porque, al aquietar la mente el mundo se nos aparece en su verdadera naturaleza fenoménica. Con ayuda de la meditación aparece el comportamiento característico de nuestra mente, que es como la del jinete incapaz de gobernar el caballo sobre el que va montado. Pues, en efecto, los sentidos y las emociones constituyen el océano en donde reposa la mente, que moviéndose sobre ese flujo cambiante no deja de ir a de un lado a otro sin reposo. Y lo que nos ofrece, con pretensiones de verdad, es sólo un mundo cambiante y aparencial, el fruto de su naturaleza inestable. Buscando una vida sencilla, y comprobando la fuerte resistencia de la secta Tendai a la nueva propuesta como vía de iluminación, Dogen se alejó de los centros de poder político y religioso próximos a la capital, entonces Kioto. Cruzó las montañas situadas al norte, y finalmente encontró un paraje boscoso entre empinadas laderas, por cuyo fondo discurre el agua impetuosa de un torrente siempre vivo. En aquel lugar, cerca de la ciudad de Fukui, fundó el primer y más grande templo soto, al que llamó Eihei-Ji, el templo de la paz eterna.

El mensaje del budismo zen, despojado de intelectualismo y dirigido a una comprensión no-dual de las cosas, estaba destinado a calar entre las personas de acción y entre la gente sencilla. Por un lado, no hay personas de acción más propia de ese nombre que los guerreros y samuráis que pueblan la historia del Japón antiguo durante varios siglos. Por otro lado, la comunión que el sintoísmo –el conjunto de creencias de carácter religioso-naturalista que constituyen la mitología fundacional del país- establece entre los hombres y la naturaleza, el ámbito de residencia de los kamis o dioses y de los antepasados, facilitaba la aceptación popular del camino de unidad y pertenencia que late en el corazón del budismo. En efecto, para el budismo, la dualidad y la dialéctica de oposiciones es en realidad un velo de ignorancia, por cuanto establece separaciones y diferencias donde realmente no las hay. No hay una distinción esencial entre el yo y lo otro. El individuo preso de un ego con pretensiones de una individualidad diferenciada se ve apartado de la comprensión esencial. Lo que es, es. La resistencia que parte del ego personal a aceptar la Realidad y, por otro lado, la insistencia de nuestros deseos en constituir una realidad separada, son causa de dolor y sufrimiento… (artículo entero en la revista).


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