Érase una vez una chica que quería ser kickboxer

 

Dr. Marc Boillat Sartorio

Diplomado Medicina y psicoterapeuta

Sport Coach

drboillat.sci@gmail.com

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Akirame Nai: nunca te rindas… Esta historia comienza en un otoño de hace 6 años en Suiza.

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Me perdone el lector si me explayo un poquito sobre la historia personal de esta joven, pues considero que es una historia inspiradora, especialmente para nuestros jóvenes, una de las muchas historias que nos regalan los deportes de combates, hechos de honestidad, sacrificios, corazón y mucho duro trabajo.

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Valentina es una chica… valiente. Es la mediana de tres hermanos. Cuando tenía tan solo ocho añitos, sus padres la dejaron en una institución debido a que su madre, de débil salud y depresiva, no aguantaba la presión. La dejaron allá con la excusa de que iban a ver el nuevo colegio. Esto marcó definitivamente a la pequeña la cual, a pesar del dolor por el abandono y la traición, en lugar de desmoronarse se prometía cada día “soy buena, nunca miento y nunca hago daño a nadie. Unos de estos días algo bueno sucederá…”. Cuando me reveló esta convicción suya en la que se refugiaba en los momentos más difíciles, me acordé del pequeño Toyotomi Hideyoshi quien siempre se repetía a sí mismo “Uno de estos días, uno de estos días…” (Eiji Yoshikawa, Cara de Mono, ed. Martínez Roca). Así pasaban los años y cuando Valentina tenía ya 13 años, su padre la rescató diciendo que no tenía dinero para seguir pagando al instituto. Para Valentina fue otro gran “ganchazo” ya que, después de cinco años pasados en la institución, ésta se había convertido en su única familia y los niños en sus hermanos. Una vez llegada a su hogar de origen, se encontró delante de otra dura realidad: su madre aún vivía en la casa y al poco tiempo decide separarse de su marido. Así, sus dos hermanos la culparon de la separación de sus padres diciéndole: “Es culpa tuya si mamá se marcha. Hubiese sido mejor que te hubieses quedado en el instituto. No te queremos”. Ella creció con su padre, por el cual sin embargo siente tierno amor. Él, ex militar, le enseñó a reparar cosas, a construir, a hacer de todo, y ella aprendía. Desde que conozco a Valentina siempre la he visto con optimismo y ganas de hacer.

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Con 20 años, ya independiente, dio a luz a una niña y empezó a estudiar la carrera de enfermería, que llevó a cabo con sus propias fuerzas y óptimas notas. Su padre le ayudaba en el pago del alquiler.

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En 2008 yo salí de España –a causa de la crisis– hacia Suiza donde enseñaba kickboxing, tai chi, qi gong y kenjutsu en un gran centro nacional donde además establecí la escuela Wa Rei Ryu Suiza con la autorización del maestro Paco Royo.

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Un día de otoño de 2011, mientras daba clase, una chica gordita entró en el gimnasio, se presentó y me preguntó si podía hacer kickboxing. Era Valentina Luminati. Sorprendido por la pregunta, le contesté que sí, claro, además del porqué de tan extraña pregunta. Me dijo que tenía problemas de rodillas y que los médicos le habían tajantemente prohibido esta clase de deportes. Además, le dijeron que tendría que operarse. Ella me reveló que su padre y su hermano habían pasado por el quirófano con escasas mejoras. Le pedí que se quedara de pie erguida y la observé. Tenía un defecto de postura y una ligera desviación, seguramente genética, de la alineación de la rodilla respecto del pie. El diagnóstico de los médicos, en un país de sanidad privada, me pareció de esperarse. En aquel entonces trabajaba también como terapeuta en mi propia clínica. Le dije que su problema podía resolverse con una educación postural, reforzamiento de los músculos de las piernas y conciencia de la postura. Le di unas cuantas directrices posturales y le hice unas sesiones terapéuticas además de prescribirle unos complementos naturales que ya conocía por su eficacia. Así, Valentina, una chica normal, algo insegura y sobre peso, empezaba su aventura con mucha ilusión.

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Entrenaba siempre, hasta en su casa. Era patosa y descoordinada, seguramente no una “fuera de clase” instintiva. Los otros atletas casi la apreciaban por su pasión, pero sonreían cuando pensaban en ella como a una kickboxer. Sin embargo, ella seguía por su camino con ahínco, incansablemente, y empezó a perder peso de manera visible. Su entusiasmo inquebrantable se debía a algo que me confesó, algo lamentable, aunque bastante común por aquellos parajes. Todos los gimnasios que había visitado le hacían entender que desistiera, ya que no tenía madera para este deporte. No me extrañó, pues yo mismo vi a entrenadores alejar a niños en lágrimas diciéndoles a sus padres que los pequeños no valían. Esto sucedió en tenis, natación y como el caso de Valentina, el kickboxing se había añadido a esta lista de discriminaciones. Y bien, como yo no excluyo a nadie la acepté y le advertí: “te enseñaré kickboxing, pero el trabajo tendrás que hacerlo tú, y será duro; soy muy técnico y exijo muchísimo”.

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Llegó el primer verano. En el pequeño pero opulento Cantón Tesino, los bancos están siempre abiertos, pero los gimnasios cierran durante el verano con el cierre de las escuelas. A los atletas no les queda más que irse a algún centro privado dónde la hora puede costar hasta 30 euros. No olvidemos que nuestro deporte, así como los deportes de contacto en general no son “cosas de pijos”. Así pues, los deportistas no pueden más que cogerse vacaciones deportivas o practicar por cuenta propia. Al comienzo del verano, en vistas del cierre del gimnasio hasta septiembre, Valentina me pidió alarmada que le diese clases particulares en el bosque. Accedí. Entrenamos muy, pero que muy duro, trabajando las técnicas sin pausa, así como lo físico. Cada día íbamos corriendo cuesta arriba por la montaña por unas escaleras de piedras con nuestras mochilas con todos los aperos necesarios: paos, protecciones, guantes, vendas y la infaltable comba.

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Le hacía practicar el jab contra una gruesa cuerda que colgaba de una rama y lo mismo con las patadas, técnica por técnica y muchas repeticiones. Primero lentamente aguantando la postura luego cada vez más rápido, golpeando la cuerda, pero sin hacerla oscilar a fin de desarrollar rapidez y precisión.

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Cuando a finales de verano retomamos los entrenamientos, Valentina había superado a todos los demás, chicos incluidos. Una vez, durante un sparring, noqueó muy dramáticamente a uno de los chicos más agresivos, el cual se apresuró en decir que había resbalado. Fue bastante triste. Todos estaban sorprendidos –y celosos– del progreso de Valentina. Recuerdo a una chica cinto marrón con mucha “mala leche” que al inicio usaba a Valentina casi como a un saco. Valentina siempre aceptaba su desafío, pues consideraba que tenía mucho que aprender de ella. Y bien, al final de aquel fatídico verano, Valentina la toreaba y vencía con facilidad.

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Llegó el momento de poner a los atletas a prueba. Era el 2011. Un día pregunté a varios atletas que consideraba a la altura, si querían pelear en su primer light-contact. Quiero a mis atletas y pienso que sea justo cuidar de ellos, evitarles miedos innecesarios e introducirlos al full contact gradualmente. Tres asintieron. Un chico, la joven agresiva y Valentina. Se trataba de un torneo válido para el Campeonato Italiano (las competiciones suizas son demasiado pequeñas para lanzar a atletas al mundo de la competición). La semana antes de los combates sólo Valentina seguía convencida. Los otros dos se retiraron. Mucha agresividad y poco coraje. En esa competición Valentina ganó el título italiano en dos encuentros muy limpios y técnicos. ¡Estaba más sorprendido que ella! Empezamos a acariciar ideas más ambiciosas.

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En la segunda competición en Milán, cuando mi atleta se estaba preparando para el combate, los organizadores me dijeron que se habían equivocado y que nos habían registrado para full contact. Fui a hablar con Valentina para ver cómo le sentaba la novedad. Ella me preguntó qué pensaba yo. Le dije que técnica y físicamente la veía preparada pero que la última palabra la tenía ella. Pensó unos segundos y me respondió: “Mi intención siempre ha sido el full. ¿Por qué esperar? El ring verdadero, con los embudos en las esquinas y sus cuerdas que no te permiten escapar, infunde respeto. Es otra cosa que el tatami. Cuando se subió y levantó las cuerdas para entrar, los dos estábamos excitados. Inició el combate válido para el torneo europeo de full 60 kgs. Y la Valentina agresiva, la determinada, la de unos de estos días salió a relucir. Su primera competición de full a nivel europeo nos reportó un segundo puesto.

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Corría el año 2012. Yo me había ido de Suiza, un lugar en el que no congenio, para emigrar a Inglaterra. Valentina no quiso perder a su entrenador y, sin pensarlo mucho cogió sus cosas y su hija y me siguió. La verdad es que su coraje y su consideración por mí me dejaron sin palabras…


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