Más allá del amor y del dolor: La educación del guerrero

Por Ellis Amdur
Artículo traducido del blog de Ellis Amdur:
https://kogenbudo.org/blog/
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Traducción: Juanlu Cadenas de Llano
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Muchos niños se habrán topado con una pregunta, una cuestión en torno a la que gira su vida. Para mí, un joven judío en un barrio seguro de mayoría estadounidense, esa pregunta fue: “Si me tocara sufrir el Holocausto ¿podría encararlo con integridad?”. No me imaginaba ganando, destruyendo a mis enemigos en alguna fantasía adolescente tipo Rambo, sino que sencillamente me preguntaba: “¿Podría seguir siendo una persona frente a lo peor?” Cuando la vida comenzó su erosión inexorable sobre mi inocencia, “descubrí” que la “leña del Holocausto” estaba almacenada, seca y lista, dentro de mí. Mi única salvación fue o bien la terca ignorancia, con la esperanza de que ninguna chispa me acabara encendiendo, o la atención plena, una atención atenta y cuidadosa que pudiera mantenerme lo suficientemente fuerte y resistente como para no prenderme fuego.
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Comencé a estudiar métodos de combate a una edad temprana, principalmente por miedo y vergüenza, después de haber perdido una pelea en el patio de la escuela en la que el honor parecía haber exigido que me involucrara. Sin embargo, lo más importante para mí era el deseo de conocer a mi enemigo, tal vez de usurpar su poder, incluso de hacerlo mío. Al iniciar una búsqueda de poder, pronto tuve que preguntar qué era el poder, particularmente el poder expresado por un ser humano. ¿En qué punto es ese poder demoníaco, separado tanto de la divinidad como de la humanidad?
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Existen muchas definiciones del término “guerrero”, pero esa persona es una que cree que tiene una razón para pelear, que cree que está creada para combatir, que, aunque quizá esté mortalmente asustada, está dispuesta a entrar en el campo de batalla, dispuesta a enfrentar, incluso abrazar la muerte. En ciertas sociedades, esa persona es parte de una clase social diferente, siendo considerada como miembro de una élite.
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La creación de un guerrero puede ser un ejercicio de brutalidad, humillación, engaño y/o poder brutal; a esto se le llama “entrenamiento básico”. Este modelo no sólo se ve en las fuerzas armadas, sino también en lugares tan variados como la Facultad de Medicina y en muchos cultos religiosos. En muchos modelos, un guerrero es un hombre que se desmorona, se despoja de sus lazos con el hogar y la familia, se convierte en un agente político, un participante fatalista en una ronda de muerte.
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Por otro lado, si nace en un nexo moral, el guerrero se crea mediante una combinación de disciplina ascética, práctica espiritual, ritual, ideología y sacrificio. Ya sea mediante la práctica más brutal de “deconstrucción” o la más admirable de “construir”, el guerrero se convierte en un hombre que se ha entregado a sí mismo en un sacrificio extravagante por algo que decide creer que es más grande que su propia vida.
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Tal autosacrificio evoca en nosotros un sentimiento de asombro, la sensación que experimentamos en presencia de lo divino implacable, una mezcla de adoración, admiración y terror. Que un hombre pueda ser tan valiente como para meterse dentro de un cañón, pilotar un avión cargado de bombas hacia un barco o aguantar dentro del arco de corte de una espada, nos hace plantearnos: ¿seríamos tan valientes, si es que se le puede llamar así? Que ese mismo hombre podría posiblemente, no necesariamente, sino quizá, cortar la cabeza de un niño o violar a una mujer en el camino hacia, o desde ese campo de honor, evoca horror y plantea más preguntas. ¿Podríamos abstenernos de esa vil brutalidad? ¿No lo veríamos como un privilegio si fuéramos el tipo capaz de entrar en la boca de un cañón? ¿Puede coexistir el valor con la moralidad en un hombre a gusto con el hedor de la sangre y la carne lacerada?
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La violencia no es ajena a nuestra naturaleza. No sólo es parte de nosotros, puede transmitir júbilo, por horrible y vergonzoso como pueda sonar para algunos. Somos primates, animales con capacidad de ira, odio y éxtasis en su expresión. Pero nosotros, como humanos, no estamos determinados ni definidos por esas emociones, porque lo que nos hace humanos es mucho más grande, mucho más exquisitamente complejo. La “paz salvaje” que algunos encuentran en el corazón de la violencia es demasiado breve y realmente no hay paz en absoluto. Es la paz de la soledad, de la inhumanidad literal, el ojo objetivo claro y sereno que flota en el vacío mirando las estrellas como puntos de luz, sin calor, sin fuego.
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Fijémonos en los guerreros de Nueva Guinea: alegres y ágiles lanceros, que aparentemente consideran el combate como un juego de marcar especialmente incisivo. Parecen experimentar la fusión de la extremidad y el corazón en un estado puro de movimiento, reacción y contraataque. Sin embargo, un estudio de estos guerreros muestra que, cuando se les hacen las preguntas correctas, cuentan que sufren los mismos síntomas de estrés postraumático: sueños, terrores, hipersensibilidad, culpa del superviviente, la inquietante soledad ante la muerte de sus camaradas, como cualquier recluta en la guerra moderna. Luchan porque creen que deben hacerlo, como así exigen las condiciones de sus vidas, por lo que les parece inevitable. Sin salida, aceptan valientemente lo que creen que deben hacer y encuentran júbilo y terror en una lluvia de lanzas y flechas. Abstenerse de ese deber haría de uno mismo un objetor de conciencia de la vida misma…


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