Por Javier Parrilla Romero
(4Dan ANKF)
Al considerar los objetivos que persiguen los practicantes del tiro al arco japonés hay dos aspectos que despuntan sobre todos los demás. Uno de los objetivos lo encontramos en el afán de dar en la diana y desarrollar la técnica necesaria para lograrlo. Sería un campo de práctica que lo acerca en la actualidad a otras con finalidad deportiva, pues en su filosofía se esconde el carácter competitivo en el que lo importante es superar las marcas establecidas por otros y la diana tendría una consideración esencialmente externa, porque, colocada a cierta distancia, se trata de golpearla o darle –ataru, es el término utilizado en japonés. Este punto de vista lo compartían lógicamente, si bien con fines bien distintos, los guerreros samuráis que hasta el advenimiento de la era Tokugawa en el año 1603 estuvieron enzarzados en continuas luchas facciosas. Morir o vivir era igual a fallar o acertar; por lo tanto, ellos no tenían dudas en que acertar en la diana era su objetivo.
La otra gran finalidad perseguida por un buen número de practicantes del tiro al arco japonés se sitúa en el campo de la vía espiritual, pues entienden que el enemigo a batir, desaparecido el adversario de guerra, está dentro de uno mismo o, dicho de otra manera, las imperfecciones propias, sean al nivel de la mente o del carácter, son las que verdaderamente dificultan acertar en la diana. En este sentido cabe entender el refrán que dice: “Se puede arrojar fácilmente a los ladrones del bosque, pero no a los ladrones de nuestro interior”. Esto no quita, lógicamente, la importancia de desarrollar una técnica suficiente, que por otra parte es imprescindible. Y en este apartado, los hay que llevan la práctica y sus objetivos más lejos todavía, ya que plantean la Vía del arco como la búsqueda de un conocimiento superior en el que desaparecería la dualidad entre el yo y lo otro, la diana y el arquero, para acceder a la experiencia iluminadora de unidad fundamental que subyace a todo lo existente.
En un sentido amplio, dentro de esta línea podríamos situar la Vía del tiro interior en la práctica de Kyudo, un arte que como camino de perfeccionamiento, propone a sus practicantes el logro de bienes inmateriales, cual son la verdad, la belleza y el bien. El entrenamiento sólo para el acierto, que históricamente está representado máximamente en el Kyujutsu, o técnica del tiro con arco para fines militares, no es la meta que nos propone actualmente la Vía del arco, o Kyudo.
Planteada así la cuestión, resultaría un cuadro que podríamos configurar en forma de díptico, en el que, como queda dicho, una tabla nos ofrecería el empeño en acertar en la diana, mientras que el otro tablero del díptico mostraría, en agudo contraste con el anterior, una práctica de Kyudo en que el énfasis se pondría en tirar bien, dejando que el acierto sea el resultado y no el objetivo primordial. Veamos algunos aspectos del primero.
1. El Kyujutsu, la importancia de acertar
El Heike monogatari relata con carácter épico los hechos de guerra que enfrentaron en el Japón feudal a los clanes Taira y Minamoto a finales del siglo XII. En sus páginas se condensan una buena parte de los valores que, como el valor, la abnegación y la lealtad, han configurado tradicionalmente el alma japonesa. Es un texto que primero tomó forma oral y transmitieron los bonzos ciegos en forma de cantar, habitualmente acompañándose de la biwa o laúd. A través de los siglos, el Heike monogatari ha proyectado en la cultura japonesa la firmeza de la moral guerrera, la hondura de la estética de la transitoriedad que recoge la expresión mono no aware –el sentimiento angustioso de que todo lo existente, con énfasis en lo que aparece bajo el esplendor o la belleza, lleva en sí la semilla de la fugacidad y la desaparición (“comparaba su vida con la de las flores de la primavera, que se van volando fugaces impulsadas por la brisa; y la vida humana con la luna movediza del otoño, que se esconde tras las nubes”)–, y también la presencia siempre viva de la naturaleza (“el amo ya no vive, pero las flores nunca olvidan la primavera”), su carácter augural (“se dijo que este huracán no era un fenómeno natural, sino un portento de mal augurio, y que era necesario consultar un oráculo”) o como invitadora de la contemplación (“los habitantes de la nueva capital salían a distintos parajes para deleitarse en la contemplación de la luna otoñal”). Ante nosotros se alza el medio natural sintoísta, una naturaleza que es morada de los kamis o espíritus divinos, y que no es ni muda ni impenetrable, sino que más bien se distingue por una múltiple dimensión comunicativa, a veces portentosa, que el pueblo japonés siempre ha atendido de forma respetuosa y cooperativa. La traducción de este hecho, en términos prácticos, es el cuidado y la protección especiales que los japoneses dan a la naturaleza.
En el enfrentamiento bélico entre los dos bandos, hay momentos de particular importancia, cuando el protagonismo lo tienen, no los grupos armados, sino individualidades escogidas selectivamente por cada una de las partes, para que midiendo sus fuerzas anticipen el devenir presumible de la batalla que les opone. Podría ser una forma galante de ahorrar vidas, pero ante todo es una manera de saber de qué lado se han puesto los dioses. En cierto modo, estos individuos cuyos nombres nos vienen dados con detalle en el relato, se constituyen en mensajeros de la divinidad. En su actuación con el arco y las flechas, es como si tuvieran el poder de anticipar el porvenir. De ahí, la expectación y atención máximas con que ambos bandos observan y esperan el resultado.
Sirvan de ejemplo dos batallas. Las dos tienen lugar ya muy al final de los cinco años de guerra, conocidos como Guerras Gempei. En sentido cronológico inverso, la última, la que decanta definitivamente la victoria a favor de los Minamoto tiene lugar en marzo de 1185 en la bahía de Dan-no-oura, un estrechamiento marino que separa las islas de Honshû y Kyushu. El emplazamiento y la batalla han pasado a la historia del Japón porque reunió un número excepcional de soldados y barcos, pero sobre todo porque puso fin a tres siglos de dominio del clan Heike y fue el comienzo del shogunato, a cuya cabeza se puso el victorioso Minatomo Yoritomo. Antes del desenlace, el Heike Monogatari nos cuenta que un tal Wada Yoshimori, del bando Minamoto, que podía acertar blancos a más de trescientos metros, lanza desde la orilla una flecha a sus enemigos que les causa asombro debido a la distancia recorrida. ¿Encontrarán los Heike a alguien que pueda responder a este desafío? Lo encuentran en Shini no Chikakiyo, quien tensará su arco y logrará sobrepasar con su flecha la posición de donde salió la de Yoshimori. Los Heike respiran aliviados, porque aun estando rodeados y en inferior condición numérica, cuentan al parecer con la mirada benevolente de los dioses.
Sin embargo, la ordalía todavía está por dilucidarse, pues del lado Minamoto surge el arquero Yoshinari, quien con una flecha de más de metro y medio dispara e impacta en el cuerpo de Chikakiyo, de pie en la proa de su barco. Los Heike reciben este final como señal de perdición, pues refrenda su desesperada situación bélica. Es por ello que unas secuencias después vemos cómo el emperador Antoku, que sólo tiene ocho años, de la mano de su abuela se acerca al costado del navío y se suicida arrojándose al mar, en cuyas profundidades –le han prometido– se le abrirán las puertas del Paraíso de la Tierra Pura. A medida que cientos de guerreros Heike van hundiéndose en el mar, éste se tiñe de rojo. La leyenda cuenta que aquellos desgraciados guerreros se convirtieron en los cangrejos habitantes de las peñas marinas del estrecho de Shimonoseki y que su alma encuentra consuelo cada vez que estos hechos se recuerdan en el teatro o en recitaciones musicales donde, tristes, suenan acordes de la biwa o del koto.
Ya sabemos el resultado de la guerra, pero hay otro hecho importante que lo preludia. En efecto, un mes antes, en febrero de 1185, otra batalla, donde el acierto del tiro se presenta con el valor de un oráculo, tiene como escenario la playa de Yashima, cerca de la actual ciudad de Takamatsu en la isla de Shikoku. Aquí el personaje central es el jinete Nasu no Yoichi del grupo de los Minamoto. Se presenta a requerimiento del joven general Yoshitsune para que responda con su arco al desafío que, avanzando hacia la playa, les plantea una embarcación de los Heike, porque, efectivamente, una joven dama ha colocado en el mástil un abanico de color rojo sobre fondo blanco y a continuación hace señas a los de enfrente, que acertadamente las interpretan como una invitación a probar la suerte de disparar al abanico con una flecha. Con esta argucia, otra vez los Heike, a la defensiva y en retirada, pretenden convocar desesperadamente a las divinidades para que pronuncien un juicio sobre el curso de la guerra que les pueda ser favorable. Es claro que en caso de no dar en el abanico, los Minamoto lo tomarán como un mal augurio, provocándoles temor y dudas, mientras que para los Heike significará recuperar cierto espíritu de victoria.
Los dos bandos parecen aceptar que el curso de la guerra y quizá el destino de toda una nación se someta al acierto o desacierto de un arquero individual, porque, en realidad, ahora no ven en él otra cosa que un instrumento de las divinidades mediante el que ellas van a emitir un veredicto celestial. Nasu no Yoichi sabe del momento transcendental al que se enfrenta e invoca el amparo de las deidades que le son familiares: “¡Oh, gran bodhisatva Hachiman! ¡Oh, vosotras, divinidades de mi tierra natal, Shimotsuke, en Nikkô, Utsonomiya y Nasu-Yuzen! Ayudadme a dar en el centro del abanico…”.
Nasu no Yoichi lanzó su flecha silbante a más de setenta metros y acertó a dar en el centro del abanico, confirmando con ello que la historia de Japón pasaba página a una nueva época, la de los gobiernos militares de Kamakura. Asimismo, puso de manifiesto de manera cegadora que, en tanto que arma de guerra, el entrenamiento en el arco, y la técnica de uso que le acompaña, estaba orientado fundamentalmente a acertar en la diana. Se entiende que no pudiera ser de otro modo, pues los enemigos eran reales y la vida misma del arquero se ponía en juego en el fallo o el acierto. Pero igualmente es verdad que la pretensión de acertar el blanco en condiciones extremas tenía que ir necesariamente acompañada de una gran concentración mental y de la capacidad de abstraerse de los elementos perturbadores de fuera y, por lo tanto, el guerrero había de estar entrenado en la vía interior del tiro al arco. Pero, así y todo, lo que no cabe perder de vista, es que, para el samurái de la época guerrera, el empeño seguía estando orientado al exterior; allí encontraba su motivación principal, que no era otra que la de matar. Con la imposición de la paz entre rivales a partir del siglo XVII, la motivación del arco que suelta la flecha se centra cada vez más en el desarrollo de virtudes morales y perfeccionamiento interior. Enfrente, una diana de papel sustituye finalmente a lo que antes eran soldados de carne y hueso. Y con el cambio de paradigma, y las nuevas posibilidades resultantes, se abre el camino para que finalmente surja lo que desde 1953 es la Vía de arco o Kyudo.
2. El Kyudo, la importancia de tirar bien
La luchas civiles, una constante durante los cuatro siglos precedentes, terminaron en 1600, cuando Ieyasu Tokugawa se impuso a sus enemigos en la batalla de Sekigahara, un escenario que reunió a más de doscientos mil hombres en armas, desde luego con arcos y flechas pero también con arcabuces. El shogunato que se instauró a partir de entonces mantuvo el poder hasta la restauración del emperador Meiji en 1868, época en la que acaba el poder de Yoshinobu Tokugawa. Los quince shogunes de esta familia que sucesivamente habían regido el país podían contar entre sus logros el haberlo unificado y mantenido en paz durante dos siglos y medio. Fue un periodo en el que el arco y la katana –la espada samurái– fueron progresivamente perdiendo valor como instrumentos de guerra en favor de las armas de fuego.
Un periodo que cuenta en sus primeros años con los shugyosha, figuras expertas en el manejo de las armas tradicionales, sobre todo en el arte de la esgrima, viajeros solitarios por campos y pueblos dispuestos a poner a prueba su técnica y disciplinado poder mental en enfrentamientos aislados. Hombres audaces que sin dejar de ser guerreros también son artistas y buscadores espirituales, equiparables a monjes errantes, como el famoso Miyamoto Mushashi, que participó en la batalla de Sekigahara con diecisiete años y, cumplidos los sesenta, escribe “El libro de los cinco anillos”, en el que pueden leerse perlas, referidas a la práctica, de este tamaño: “Procura templarte con mil días de práctica, y refinarte con diez mil días de entrenamiento”, u otras a las que ha llegado su conocimiento: “conociendo lo existente, conoces lo no-existente”.
Lo que parece evidente es que la falta de enemigos va convirtiendo paulatinamente la disciplina del arco en un camino dirigido al interior de uno mismo. Y en esto mucho tiene que ver la semilla plantada por el Budismo zen en el pensamiento del guerrero samurái desde la época Heian (794-1185) bajo improntas entre las que podrían destacarse el valor del aquí y ahora, la aceptación natural de la muerte, la vigilancia a las exigencias del ego y el poder que tiene de distorsionar y fragmentar la unidad de lo existente. Igualmente podría decirse que la inactividad bélica que acaba desplazando el tiro con arco a los dojos, termina haciendo del papel que cubre el bastidor de la diana una suerte de espejo en el que el arquero puede verse reflejado y, mirándose, ve que, para mejorar sus prestaciones, debe cambiar tanto en su postura física como en su interior psíquico. La diana está fija, la distancia no cambia, incluso el silencio envuelve el entorno y, aún así, tensado el arco, la flecha que vuela no da en el blanco. En estas circunstancias, el fallo remite indefectiblemente a uno mismo, descartada cualquier excusa sobre la movilidad del objetivo o la algarabía circundante como perturbadores y coadyuvantes al error.
En el proceso de transformación, asistimos a la abolición de la casta samurái por decreto de 22 de marzo de 1876. Se les prohíbe llevar consigo los dos sables característicos de su porte: la katana y el wakizashi. Y también cómo escenifican la última rebelión en defensa de los valores tradicionales que ellos representan. Con la derrota y muerte de Saigo Takamori frente al ejército imperial , –siempre más numeroso y equipado con barcos de guerra y artillería– se escribe en septiembre de 1877 el final de unos ideales que, aun contando sólo con sables y mosquetones, cree todavía en la fuerza del espíritu para imponerse a las armas de fuego modernas. Es un romanticismo ciego que necesariamente terminará admitiendo que el espíritu moderno que surge frente a los valores del pasado es otra fase más en el despliegue del espíritu universal. Lo entendieron así los ilustrados y tecnócratas japoneses de la época al admitir el estado superior de la ciencia de Occidente y en su desenfrenada carrera por transformar la sociedad nipona según modelos culturales europeos y americanos, que consideraban más avanzados. Esta mentalidad moderna se cebó especialmente con los castillos, muchos de los cuales, como símbolos de una época desvalorada, fueron asaltados y destruidos. Y por lo que se refiere al arco y la espada, siguieron teniendo vigencia pero ya relegados al ámbito privado de la enseñanza y su práctica.
En este momento histórico, concretamente en 1880, nació Awa Kenzo, quien, como es sabido, fue maestro de Eugen Herrigel, autor del conocido librito “El zen en el tiro con arco japonés”, un texto esencial en la difusión de la idea del tiro con arco japonés como práctica de conocimiento iluminador, un convencimiento que tomó raíz en los años de entrenamiento que Herrigel mantuvo con Awa Kenzo entre 1926 y 1929. Precisamente, éste último comenzaba a los veinte años la práctica del Kyujutsu en Ishinomaki , en un dojo afiliado a la escuela Heki. Una máxima del dojo decía: “Si tu espíritu interno es correcto, tu forma externa será correcta”. Tal sentencia puede tomarse como prueba de que la tradición espiritualista se mantenía viva, a pesar del fuerte decaimiento del modelo de civilización que la había sustentado. Parece que Awa Kenzo practicaba diariamente con concentración y esfuerzo. Pronto se convirtió en un tirador infalible y, transcurridos diez años, pudo abrir su propio dojo. En 1910 ganó en una demostración de ámbito nacional y, manteniendo su nivel de aciertos muy alto, fue considerado el mejor tirador a partir de 1917…
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