Por Luis Nogueira Serrano
Presidente European Bugei Society
Fûryûkan Bugei Dôjô
www.bugei.eu
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Fotos por Rebeca Roca Pritchard
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De entre los temas que tratamos, uno de los que existe un mayor desconocimiento es al respecto de las creencias en el periodo feudal japonés y en concreto de los samurái. No es de extrañar que este asunto genere confusión entre los artistas marciales de artes japonesas, así como entre todos aquellos interesados en la cultura nipona. Atribuimos esto principalmente a dos causas: 1ª a la diversidad de cultos y sectas que CONVIVEN en Japón y 2ª a la gran cantidad de clichés que han proliferado en el entorno marcial, como veremos.
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Para poder ofrecer al lector una visión global, aunque lejos de pretender ser un texto teológico, abrimos con el presente una serie de artículos que van a abordar las influencias religiosas que tuvo Japón antes y durante el periodo feudal. Los lectores ajenos a las prácticas bujutsu, pero interesados en Japón, podrán encontrar a su vez una guía que les permita entender razonablemente el collage religioso existente en el país del Sol Naciente.
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En el primer párrafo hemos aludido a la convivencia entre diferentes cultos, refiriéndose a la naturaleza sincrética del pueblo japonés. Tanto es así que el manido dicho de que “el japonés nace shintoísta, se casa cristiano y muere budista” es un adecuado reflejo de la tolerancia entre diferentes creencias, aunque en la práctica no haya pasado por rivalidades históricas. Solo como apunte anecdótico, y con un afán de mostrar la paradoja japonesa, es que el 70% de los japoneses se declara no-practicante mushûkyo.
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El dicho mentado en el párrafo anterior atribuye a las tres religiones principales de Japón en los días de hoy, pero ¿son éstas las que profesaron los samurái en tiempos feudales? Por otro lado, ¿son credos monolíticos? ¿o presentan diferentes particularidades? Y, finalmente, ¿cuáles de estas tenían un mayor vínculo con la clase guerrera? Para resolver ordenadamente estas cuestiones hemos dividido, sin pretender sentar cátedra, en tres apartados para tratar las religiones nativas, las foráneas y las sincréticas como forma de organizar la información.
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1. Las religiones nativas
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Para el lector conocedor de Japón no le resultará sorprendente que la principal religión nativa sea el shintô pero sí le será chocante que se hable de religiones en plural. Esto se debe a que el shintoísmo no es un culto monolítico y sí un agregado de muchos otros.
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Shintô (lit. camino de los dioses) es una religión que agrupa las múltiples creencias del pueblo japonés. El sentimiento religioso de los primeros habitantes del archipiélago nipón se basaba, como en la práctica totalidad de los indígenas, en cultos animistas seirei shinkô, es decir, atribuir una vida anímica a todos los elementos naturales, y chamanistas fujutsu, que implica la intervención de humanos con estas fuerzas. Aunque estas prácticas han sido normalmente agregadas a lo que se conoce como koshintô (lit. shintô arcaico), algunos cultos han permanecido aislados y transmitidos de generación en generación hasta nuestros días. Más allá de las prácticas chamánicas prevalentes en Hokkaidô, isla más septentrional y muy vinculada a la raza Ainu, o Amami, un archipiélago meridional donde son conocidas las prácticas de los yuta y las noro, también han existido estos cultos en lugares más próximos al centro histórico de Japón, como por ejemplo las itako del noreste de Japón (aunque algunos estudios apuntan a su origen Ainu). No obstante, seguramente el ejemplo más representante sea el mikoismo practicado por las miko, las ichiko, etc. Aunque el término es comúnmente empleado para referirse a las sacerdotisas que frecuentan en los santuarios, también es empleado para referirse a las chamanes y médiums locales. Un estudio pormenorizado de estos cultos abre un campo ingente de conocimientos antropológicos difícilmente abordables en este espacio.
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Retomando el shintoísmo, es relevante recalar en los inicios del periodo Nara en el s. VIII. Un siglo antes se comenzó a vincular a la estirpe del emperador como descendiente de la divinidad solar, Amaterasu Ômikami (a nivel de análisis comparativo entre mitos resulta curioso que en Japón se atribuya a una deidad femenina al Sol y una masculina a la Luna). Este vínculo entregó a la familia gobernante una autoridad divina para gobernar sobre los mortales. En los años 712 y 720 d.C. se escribieron respectivamente el kojiki y el nihonshoki, dos tratados míticos que describen la creación de las islas de Japón y el periplo de los dioses en el altiplano celestial, takamagahara, la tierra, ashihara, y el inframundo, yomi, hasta que Ninigi no mikoto, nieto de Amaterasu y abuelo del legendario emperador Jimmu, consigue gobernar la tierra y asegurar que lo haga su descendencia hasta la emperatriz Jito a finales del s. VII. Sin embargo, estas crónicas carecen de verosimilitud histórica, atribuyendo únicamente al decimoquinto emperador Ôjin como el primero que realmente existió. Que este emperador fuera una figura histórica de carne y hueso no ha impedido que se le haya deificado como Hachiman, dios de la guerra, la agricultura y protector del pueblo japonés y la Casa Imperial, entre otras cosas.
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Lo interesante de estas crónicas, no solo es que tratan de otorgar esta consabida autoridad celestial al sistema de gobierno japonés, sino que también narran la rivalidad entre Amaterasu, la divinidad solar, con su temperamental hermano Susanoo, dios del mar, las tormentas y las batallas, y la victoria de la primera sobre el segundo. Parece ser que este relato mitológico pretende imponer la divinidad principal de los Yamato sobre la principal de Izumo (actual Shimane), una provincia presumiblemente rival, como una forma de asimilar cultos de regiones dominadas.
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Toda esta mitología se corresponde con lo que se conoce como kôshitsu shintô (lit. shintô de la Casa Imperial) y grosso modo se corresponde con el shintô mayoritariamente practicado y conocido popularmente, pero queda lejos de ser el único.
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En segundo lugar existe el shûha shintô (lit. shintô de sectas/facciones) en el que se agrupan a su vez dos tipos, los convencionales o tradicionales y los nuevos. Entre los convencionales existen al menos una docena de sectas, siendo una de las más famosas la Tenrikyô, que en 1970 solicitó su desclasificación como shintô conformando una nueva religión. En general, estas sectas profesan el shintô pero con alguna deidad central que difiere del imperial. Las clasificadas como nuevas o modernas, normalmente, practican un sincretismo con budismo, confucionismo, folclore u onmyôdô.
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En tercer lugar, el minzoku shintô (lit. shintô de costumbres locales o folclórico) agrupa todas las prácticas animistas que se desarrollan de forma heterodoxa en las diferentes regiones de Japón. Algunas de estas tradiciones mezclan elementos populares incluso con influencias externas de budismo, confucionismo o taoísmo. Algunos de los cultos chamánicos indicados anteriormente fueron asimilados por esta vertiente del shintô.
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Finalmente, el jinja shintô (lit. shintô de santuario) se centra en las prácticas y rituales desarrolladas por una comunidad en torno al santuario local. En 1946 se conformó la jinja honchô, la Asociación de Santuarios Shintoístas, que agrupó a un total de 80.000 santuarios para preservar su patrimonio cultural, componiendo junto con el shintô imperial el cuerpo fundamental del shintoísmo.
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El culto shintoísta se desarrolla alrededor de los santuarios llamándose comúnmente como jinja (lit. santuario divino) ya sea local o un gran complejo, taisha (lit. gran santuario) para referirse a santuarios centrales o con relevancia histórica, o jingû o gû (lit. palacio divino) para dar culto a deidades vinculadas a la familia imperial. Dentro de los propios santuarios también existen santuarios asistentes, conocidos como sessha o massha, así como mikoshi, carros que portan un santuario móvil durante las festividades. Y fuera ya de los recintos sagrados también es habitual toparse con discretos santuarios miniaturizados conocidos como hokora. También es habitual disponer en las residencias, los comercios o los dôjô de un santuario conocido como kamidana (lit. estantería divina) donde la familia o el propietario consagra y da culto a una divinidad para que cuide de sus allegados o negocio. Lamentablemente en occidente, muchas veces esta tradición se convierte en un simple exotismo como una decoración como único fin. Este elemento está vinculado a una deidad que se asienta en dicho santuario y se le da culto.
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El shintô es conocido como la religión de los ocho millones de dioses yaoyorozu no kami, siendo esta expresión una alusión a la infinitud de deidades que se veneran. No obstante, de los en torno a 100.000 santuarios, la gran mayoría están asociados a una red de santuarios. Existen veinte redes mayores de santuarios que engloban las deidades más importantes como son Inari, Hachiman, Shinmei, Tenjin, entre otros (se estima que estos cuatro congregan ya más de 85.000 santuarios en todo Japón).
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En todos los santuarios, pequeños o grandes, existe un shintai (lit cuerpo divino) que se trata de un elemento que contiene un espíritu o deidad allí venerado. Este elemento puede ser, desde un accidente orográfico (p.e. el monte Fuji) a un árbol centenario shinboku, así como una roca iwakura o un objeto yorishiro como puede ser un espejo, una gema o una espada, sanshu no jingi (los tres tesoros imperiales), entre otros. Físicamente el santuario puede tener una edificación o simplemente ser un cercado himorogi demarcado por una shimenawa con hojas sakaki, cleyera japonica, en sus vértices.
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Los complejos edificados suelen disponer de varios módulos. El oratorio haiden antecede al recinto sagrado principal honden donde se ubica el shintai. El primero representa la última barrera para los seglares donde orarán y pedirán a la divinidad a través de un reducido campo de visión velado por una cortina. Otros recintos significativos son el kaguraden o maidono, el espacio para ejecutar las danzas rituales kagura, o el chôzuya o temizuya el lugar para practicar las abluciones antes de acceder al recinto sagrado. Otros elementos significativos de estos complejos son los portales torii (lit. donde se posan los pájaros), los guardianes komainu o los caminos de aproximación sandô normalmente demarcado por linternas tôrô. Uno de los intereses de estos santuarios es su estilo arquitectónico ya que cada rama tiene sus propias reglas de construcción y gracias a la shikinen sengûsai, la tradición de reconstruir santuarios, ha permitido que las antiguas tradiciones constructivas y de carpintería perduren hasta nuestros días.
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En relación con el shintoísmo durante el periodo feudal, las creencias en divinidades protectoras del pueblo japonés, la guerra, los mares, la agricultura, etc., derivó en un sincretismo con la religión de moda en la época, que era el budismo. Esta mezcla no fue simétrica, ya que el budismo empleó las creencias locales para atribuir a las deidades shintoístas el carácter de protectores de Buda y atraer fieles a su credo, mientras que el shintoísmo mantuvo su razonable recelo sobre el budismo. Aunque no podemos escribir desde la generalización, podríamos decir que, incluso los samurái que profesaban la fe budista, no tuvieron problema en rendir respeto a las deidades shintô. Textos clásicos aluden precisamente a ser considerado con los dioses locales, aunque sea por el simple hecho de evitar el mal agüero.
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2. Las religiones foráneas
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Históricamente Japón es un país que se desarrolló con una profunda influencia del Asia continental. En su origen, esto no supuso ningún inconveniente para abrazar la escritura o la literatura extranjera, sino también sus religiones. El momento en el que se produjo esta alfabetización es relevante en relación con las influencias que el país nipón recibió, siendo especialmente significativa la expansión del budismo durante ese periodo, algo que cambió por completo el rumbo cultural y religioso del archipiélago.
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Sin embargo, los cultos preexistentes en el continente asiático también influenciaron la colonización cultural de Japón a pesar de estar demodé. Por ello, tenemos que hacer una breve reseña, en primer lugar, sobre el dôkyô o taoísmo.
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Se trata de una religión o tradición filosófica china que remonta entre 4 y 6 siglos antes de Cristo. Aunque influenciado por el I Ching, o ekikyô en japonés, libro de las mutaciones, el texto precursor de esta creencia es el Tao Te Ching, o dôtokukyô, libro de la virtud del camino, atribuido a LaoTse, rôshi y escrito en el entorno del s. IV a.C. Pero a pesar de ser el más conocido y que en occidente apenas se conocen unos pocos textos más, existen miles de volúmenes en chino antiguo no traducidos a lenguas occidentales que conforman el cuerpo teológico del taoísmo.
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El taoísmo liga sus enseñanzas a una serie de principios universales que permiten al practicante una mejor comprensión de la realidad y el universo. Este cuerpo filosófico es lo que normalmente es conocido como el Tao clásico. Por otro lado, existe un cuerpo dogmático religioso, que contiene rituales, oraciones, sacerdocio, etc., y que se le considera el taoísmo religioso.
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Como hemos adelantado, en el periodo de colonización cultural que vivió Japón entre los siglos V y VIII d.C., la religión en auge en China y Corea era el budismo, por lo que apenas podemos identificar algunas trazas de influencia taoísta en el archipiélago japonés. Por ejemplo, no se conoce la implantación de templos de este culto durante estos siglos, pero sí permeó a través de influencias teóricas y filosóficas. En ese sentido, existen estudios solventes que vinculan parte de los mitos shintoístas del kojiki, del que hablamos anteriormente, con conceptos cosmogónicos del taoísmo. Sin duda que una creencia como el taoísmo que no solo se limitaba a elaborar un cuerpo dogmático religioso, sino que tenía vocación académica (filosofía, letras…) y científica (o quizá más apropiadamente protocientífica, como medicina, astronomía o alquimia) llevaron su bagaje y pensamiento allende sus fronteras.
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De igual manera, el taoísmo representó la influencia principal del onmyôdô (lit. el camino del In y Yô; Yin y Yang en chino). Esta corriente aglutina una serie de técnicas adivinatorias vinculadas a rituales taoístas en unión con prácticas de esoterismo budista y confuciano. Y no es extraño encontrar en textos militares clásicos alusiones a conocimientos esotéricos muy vinculados a prácticas del taoísmo y el enunciado onmyôdô.
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Quizá pueda sorprender al lector que el pensamiento japonés fue mucho más influenciado por el jukyô confucianismo que por el anterior culto al Camino. Esto se debe a la enorme influencia que el legalismo chino tuvo sobre la conformación del estado antiguo japonés. En un remoto 645 de nuestra era se impuso la reforma Taika que instauró el sistema conocido como ritsuryô, un código de derecho civil, penal y administrativo que perduró durante los periodos Nara y Heian.
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Confucio, kôshi, fue un erudito chino que vivió entre los siglos VI y V a.C. Procedente de una familia noble arruinada, hecho que impidió que su sabiduría tuviera éxito en los tiempos de guerra que le tocó vivir. Sus postulados abogan por un comportamiento y gobierno virtuoso, basado en la relación harmoniosa con los otros, la humildad y un elevado sentido de lo correcto. Siglos después sus enseñanzas fueron tendencia en extremo oriente y se impusieron por siglos como ideal de gobierno y sociedad. Japón bebió de esta influencia en su conformación como estado clásico.
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Coincidente con la llegada al poder de los grandes clanes militares, una ola de neoconfucianismo llegó a Japón, pero que no gozó de especial arraigo hasta la llegada al poder de los Tokugawa, donde una corriente conocida como shushigaku (lit. escuela de shushi, Zhu Xi) tuvo una influencia relevante en el desarrollo del bushidô (lit el camino del guerrero), una corriente desarrollada entre los siglos XVII y XIX que trataba de evocar las virtudes del guerrero en un tiempo convulso de decaimiento social de esta clase.
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Pero, más allá de lo comentado, no fueron las religiones originadas en China las que más penetración lograron en Japón, sino el bukkyô 仏教 budismo, originado en la India, la que se ha convertido en la religión foránea por antonomasia del pueblo japonés.
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Aunque existen crónicas de asentamientos budistas durante el periodo Kofun (ss. III-VI), fue durante el periodo Asuka (ss. VI-VIII) cuando las relaciones con el incipiente imperio japonés con el reino de Paekche (uno de los tres reinos que componía la Corea actual) dieron la bienvenida al culto budista. El emperador Kinmei delegó en la familia Soga la función diplomática para canalizar las inversiones de las acaudaladas familias coreanas. Los Soga, abiertos a la influencia continental, pronto abrazaron el budismo e impulsado por el capital extranjero comenzaron a difundir la nueva fe. Esto no agradó a los clanes Mononobe ni a los Nakatomi, fervientes shintoístas y que temían que los dioses japoneses se enojaran con el pueblo japonés por adorar deidades extranjeras, lo que desencadenó una guerra religiosa de la que salieron victoriosos los Soga y el príncipe Shôtoku, gran impulsor del budismo en Japón.
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Para la construcción de la gran capital de Heijôkyô (actual Nara) se establecieron seis ramas budistas alóctonas, conocidas como nanto rokushû, tres vinculadas al budismo theravâda (lit. doctrina de los ancianos; mayoritario en el sudeste asiático): ritsu, jôjitsu y kusha, y tres vinculadas al mahâyâna (lit. gran vehículo; mayoritaria en extremo oriente): sanron, hossô y kegon. Algunas de estas perduran hasta nuestros días, aunque menguadas en número de seguidores.
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Durante el siglo VIII el auge del budismo permeó en las estructuras de poder hasta el punto de que el emperador Kanmu a finales de siglo tuvo que relocalizar la capital a Heiankyô (actual Kyôto) y limitar el poder del budismo. El traslado de la capital también trajo importantes cambios en lo que respecta a esta religión.
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Primero el monje Saichô fundó la secta tendai (lit. soporte del cielo) en el monte Hiei siguiendo los preceptos de la secta china conocida como Tiantai que enfatiza la importancia del Sutra del Loto. Su relevancia se hizo patente en la fundación de Kyôto, pues el monte Hiei se encuentra al noreste de ésta, una dirección de mal augurio para la geomancia (de capital importancia en el periodo de la fundación de Kyôto) y dado que el monte Hiei se convirtió en un lugar sagrado tras la fundación de Saichô, protegería de las malas influencias a la capital. Casualidad o causalidad, Kyôto permaneció como capital imperial hasta finales del siglo XIX. Como curiosidad, a Saichô también se le atribuye la introducción del té en Japón.
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En segundo lugar, pero no menos importante, Kûkai, otro monje viajó a China donde estudio Tangmi, una forma de budismo Vajrayâna, una variante esotérica principalmente estudiada en el Tíbet. El joven monje, al volver a Japón fundó la secta shingon (lit. palabra verdadera o mantra) en el monte Kôya, en la prefectura de Wakayama. La práctica de esta tradición enfatiza el alcance de la budeidad en esta encarnación a través del sanmi (lit. los tres misterios: mudra, mantra y mandala).
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Y con ambas, tendai y shingon, se conforman las dos primeras corrientes de budismo autóctono de Japón, referidas como el budismo esotérico japonés, sobre todo la segunda (huelga decir que el término esotérico o secreto mikkyô se contrapone al concepto de kengyô, el budismo público o exotérico), y su auge desbancó progresivamente a las seis sectas foráneas existentes en el momento. Ambas además tuvieron la inteligencia de incorporar los kami shintoístas dentro de su panteón promoviendo el sincretismo y favoreciendo la penetración en los lugares más remotos de Japón y con creencias locales más arraigadas. Y aunque no se puede negar la relevancia de ambas, hay que indicar que la tendai, enormemente poderosa en el periodo Heian, fue aquejando a lo largo de los siglos una pérdida paulatina de practicantes, mientras que la shingon, no solo mantuvo mejor su posición, sino que fue una gran influencia en muchas otras escuelas posteriores, así como en las artes, la artesanía y la estética. Además, a Kûkai se le atribuyen otras grandes aportaciones a la cultura japonesa como la invención del silabario kana, el poema iroha, así como un calígrafo de referencia.
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Durante el periodo Kamakura (ss. XII-XIV), estas formas de budismo puramente japonés empezaron a mostrar signos de desgaste. Las formas esotéricas requerían de un estudio intensivo, una formación y una dedicación fuera del alcance de las clases populares. Este descontento se manifestó en tres corrientes que acabaron por conformar el collage budista japonés.
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En primer lugar, el amidismo es una corriente que surge por el descontento de monjes de tendai y que comprende varias sectas de carácter disruptivo en el contexto de los siglos XII y XIII donde se data su origen. Basadas en la oración al nenbutsu o Amida (entre otras denominaciones), la suprema mente de todos los budas y el señor de la Tierra Pura, es la única forma de liberación en tiempos de declive del dharma. Esta corriente quedó representada por varias corrientes: jôdo (lit. Tierra Pura, fundada por Hônen) y jôdo-shin (lit. Verdadera Tierra Pura; fundada por Shinran y la más popular de Japón), principalmente y, en menor medida, la ji (lit. tiempo) y la yûzû nenbutsu (lit. adaptarse a visualizar el Buda).
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En segundo lugar, otra corriente de monjes decepcionados con el statu quo del budismo en Japón, como fueron Eisai (ss. XII y XIII) y Dôgen (s. XIII), decidieron viajar a China para comprobar que en el continente se había fraguado un sincretismo entre budismo, taoísmo y neotaoismo, conocido como budismo Chan, Zen (lit. meditación profunda) en japonés. Esta corriente se enfoca en alcanzar la iluminación satori a través del esfuerzo personal por medio de la meditación en actividades cotidianas como sentarse, zazen (lit. meditación profunda sentado). Habiendo estudiado esta corriente retornaron a Japón para fundar, respectivamente, las sectas rinzai y sôtô de budismo Zen. Además, la primera de las dos emplea el uso de kôan, historias breves o preguntas sin solución sobre las que enfocar la meditación.
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Aunque hoy en día aproximadamente solo el 10% de los budistas japoneses censados se declaran seguidores del Zen, la influencia que tuvo el Zen en el periodo feudal es crítica. El Zen trajo una corriente transformadora de los ideales estéticos y morales del pueblo japonés. Los gustos devinieron más austeros y delicados, focalizando el momento presente con una filosofía profundamente vitalista. No solo importó nuevas artes, sino que influenció a artes tan dispares como la arquitectura, la jardinería, la ceremonia del té, la pintura, etc. La clase gobernante entonces, los samurái, no solo no dio la espalda a esta corriente, sino que la abrazó, lo que la impulsó en los subsiguientes siglos, de forma que las artes militares y marciales tampoco estuvieron ajenas a su profunda impronta.
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La última de las tres corrientes del periodo Kamakura surge como un movimiento contrario a la proliferación del amidismo. Un líder religioso y carismático predicador llamado Nichiren (s. XIII) que había estudiado tendai en el monte Hiei, con la profunda convicción de que en el Sutra del Loto contenía todas las grandes verdades de la enseñanza de Buda. Sus dotes oratorias atrajeron la atención de poderosas figuras de su era y presentó una posición enfrentada que dirigió con beligerancia ante el creciente auge del jôdo.
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Durante los periodos posteriores, las diferentes facciones de budismo pugnan entre sí, mientras otras menguan, se fusionan, etc. Únicamente cabe destacar la incorporación de la secta ôbaku, la tercera y más pequeña de las corrientes de budismo Zen que se difundió durante el periodo Edo.
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La disposición de los templos budistas garan haichi fue cambiado con el tiempo, es decir, con las corrientes estéticas y religiosas. Simplificadamente compuestos por siete pabellones shichidô garan entre los que preside el kondô (lit. pabellón dorado) o butsuden (lit. pabellón de Buda) donde se ensalza la figura principal de cada templo, la pagoda tô (normalmente precedida por el número de techados, p.e. gotô, pagoda de cinco alturas), un pabellón kôdô (o hôdô en los templos Zen) donde se almacenan las escrituras, un campanario shôrô, un kyôzô o almacén de sutra en los templos no Zen, mientras que en los Zen se encuentra el zendô, donde se practica la meditación, así como portales mon (con diferentes nombre en relación a la orientación, la estructura o las divinidades que los protegen) y corredores kairô.
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Otro apunte anecdótico se refiere a la denominación de los templos. El visitante observará que presenta una serie de nombres sucesivos. Este nombre se estructura en tres partes, san’injigô:
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1. sangô (lit. nombre de la montaña): Se refiere a su nombre honorífico relativo a la ubicación del monte donde se encuentra y, aunque esté en un valle, los templos representan montañas. Estos nombres suelen finalizar en -san o -zan.
2. ingô (lit. nombre póstumo): Se emplea para referirse al claustro o monasterio, así como a sub-templos de otro mayor, y emplea el sufijo -in, aunque en ocasiones puede emplearse -an, -bô o -dô.
3. jigô (lit. nombre del templo): Siendo su denominación principal y finalizando en -ji, -tera o -dera.
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Para acabar este apartado, no podemos obviar la influencia del cristianismo kirishitan (término arcaico propio del periodo que tratamos y hoy en día en desuso) en el Japón feudal. Durante el siglo XVI, numerosos misioneros españoles y portugueses llegaron hasta las costas niponas con el fin de evangelizar al “bárbaro” pueblo japonés. Su influencia se dejó notar en los puertos meridionales donde los daimyô, señores feudales locales, abrazaron la fe cristiana al mismo tiempo que se beneficiaban de lucrativos intercambios comerciales. Personajes históricos de la talla de Toyotomi Hideyoshi impulsaron esta evangelización que no fue bien recibida por todas las religiones ya asentadas. De hecho, los conflictos que devinieron años después condujeron a una sucesiva expulsión de los occidentales y prohibición de profesar la fe cristiana, mientras Japón se sumía en un prolongado periodo autárquico. Con la apertura de fronteras tras la restauración Meiji, que favoreció el intercambio cultural y atrajo la atención japonesa por occidente, nuevas escuelas cristianas se establecieron, aunque hoy en día apenas el 1,5% de la población nipona se confiesa cristiana.
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3. Las religiones sincréticas
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Aunque ya hemos indicado que el sincretismo ha sido una de las señas de identidad del desarrollo religioso de Japón, nos gustaría mentar algunas de las religiones que, más allá de las influencias y hospitalidad hacia otros cultos hayan tenido, han sido conformadas por una matriz sincrética como unión de cultos creando una nueva identidad.
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Aunque previamente ya citamos el onmyôdô, una cosmogonía esotérica vinculada al taoísmo pero que también presentó elementos sincréticos con el budismo esotérico y el shintoísmo, huelga mentarla en este apartado dado el carácter nítidamente japonés y sincrético de la disciplina, además de la relativa relevancia que tuvo dentro de la estructura militar del Japón feudal. Una de las figuras de relevancia dentro de los consejeros estratégicos de los generales eran los gunbaisha (que ya los mencionamos en El Budoka 2.0 nº 60), que basaban su conocimiento en este culto o técnica, siendo conocedores de una ciencia esotérica para identificar fechas (hidori y tokidori) y direcciones auspiciosas (kokyo), las fases de fuerza y debilidad en relación con las estaciones (ôsô), adivinación (unki), astrología (tenmon) o conjuros (jumon), entre otras. Un general no debía ser ajeno a estos conocimientos para poder interpretar adecuadamente los consejos de estos especialistas, por lo que no es extraño que las escuelas militares antiguas cuenten con conocimientos sobre estos conocimientos remotos.
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Mientras que el onmyôdô cayó en desuso tras el periodo militar, el shugendô (lit. vía de verificar la disciplina) es una práctica ascética originada en el periodo Nara y que llega hasta nuestros días. Se trata de una amalgama de creencias basadas en los cultos folclóricos, la adoración de las montañas propias del shintô y el budismo, todos ellos ya tratados en los apartados anteriores. Sus deidades centrales son las figuras budistas de Fudô Myôô, una deidad budista tántrica (Acala), y Dainichi Nyorai (Mahavairocana), o Buda histórico. Entre las prácticas de los seguidores del shugendô está el nyûbu shugyô (lit. prácticas ascéticas de alcanzar las cumbres), consistentes en peregrinaciones a pie hasta las cimas sagradas con el fin de fortalecer el espíritu y el aprendizaje de conocimiento esotérico. Además de esto, también incorporan elementos propios de los cultos esotéricos como adivinación bokusen o encantamientos kaji (nótese que nada tiene que ver esta terminología con la empleada en el párrafo anterior, lo que denota la multitud de términos específicos que pueden tender a la confusión).
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Parte de sus practicantes son los mal llamados “guerreros de las montañas”, yamabushi, ya que el desconocedor del idioma japonés puede confundir con el homófono bushi de guerrero, cuando realmente es bushi, del verbo busu (lit. postrarse, inclinarse), significando en su conjunto los que adoran en las montañas. Aunque se trata de peregrinos que buscan desarrollar sus prácticas mediante la visita de los templos ubicados en las montañas sagradas (se enumeran al menos una docena), la creencia de que eran monjes guerreros está bastante extendida, mezclando conceptos que poco o nada tienen que ver con su realidad histórica pasada y presente. Uno de los posibles malentendidos está relacionado con las revueltas que provocó la ikkô ikki, seguidores de Amida, que se rebelaron contra los señores feudales en los siglos XV y XVI. En algunos de estos conflictos se unieron yamabushi de forma oportuna y puntual, ya que su credo difícilmente podría asimilarse a la de la ikkô ikki, así como también sôhei (lit. monje soldado), estos últimos más vinculados a la figura de guerreros santos que defienden su fe de forma activa y que aparece su actividad militar desde el periodo Nara.
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Con estas palabras cerramos este primer capítulo en el que hemos ofrecido una presentación sintética de un tema enciclopédico y que confiamos que el lector asuma como introductorio, ya que somos muy conscientes de que hemos dejado pasar información que seguro pueda ser considerada esencial en dependencia de la perspectiva que se tenga. En nuestra organización entendemos esta temática como una parte importante del conocimiento samurái por la influencia que tiene sobre la cultura, las artes y las creencias de estos y, por ello, nos esforzamos en su conocimiento profundo y su difusión con un afán no proselitista, sino educativo. En nuestro próximo artículo trataremos la influencia de estas religiones sobre las escuelas marciales tradicionales y modernas. Para ello recurriremos a las informaciones aquí presentadas. Hasta entonces nos ponemos a disposición del lector para comentar o resolver cualquier duda que le pueda surgir sobre lo anteriormente expuesto.
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