Por Javier Parrilla Romero
4º Dan ANKF
Practicante de Kyudo
Articulista sobre Budô
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La claridad, esa condición del lenguaje declarativo que en Occidente nos exige ser directos, incluso a veces brutales, en la exposición de lo que pensamos (el castizo diría ‘al pan, pan y al vino, vino), no es precisamente algo característico de la cultura japonesa, y esto se traslada a sus manifestaciones artísticas, entre ellas también a las artes marciales, como luego veremos. Para el japonés, el sentido más profundo de las cosas se esconde en una región que evita la exposición rotunda de los colores extremos y perentorios del blanco y el negro. La belleza de la palabra, como en general el placer estético, se encuentra entre los márgenes por donde discurre el claroscuro. Tanto es así que Junichiro Tanizaki, en un librito que desvela el gusto de los japoneses por presentar los objetos rodeados de sombra, llega a afirmar de ellos que “la vista de un objeto brillante nos produce malestar”. La búsqueda del en-sí kantiano, ese algo con existencia independiente de nosotros, no forma parte de la filosofía práctica que emana de una visión del mundo carente de sentido si no está animada de la mirada y del corazón del que lo contempla. Según esta visión, los objetos no tienen vida independientemente de nosotros. Exponerlos al brillo de la luz es despojarlos de los matices, reflejos y texturas que, sin embargo, son los elementos que conectan con las habituales incertezas del pensamiento humano. Y es también arrancarlos del campo habitual de nuestra experiencia, que sólo conoce los extremos en momentos de máxima exaltación, cuando somos sabedores de estar experimentando un momento único, quizá irrepetible, sin posibilidad de compartir. Pero esa condición la poseen sólo aquellos que celebran una iluminación súbita, un despertar sublime, un éxtasis. Lo humano, en tanto que es experiencia de lo compartido, se aleja del brillo y contra-brillo que en sus lindes representan los colores opuestos del blanco y el negro, y se abre al entrelazamiento de ambos, de donde resulta la amplia gama de los grises. El mismo Tanizaki insiste en encontrar la profundidad y el sabor allí donde las cosas se presentan revueltas armoniosamente, escondidas tal vez bajo una superficie cenagosa.
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Encontramos consideraciones parecidas si nos trasladamos al campo del lenguaje valorativo. Para tratar la cuestión, sirva aquí recordar las impresiones que José María Gironella recoge al principio de un libro que escribió tras un viaje a Japón como acompañante del guitarrista Narciso Yepes. Era abril de 1968, o sea, un tiempo en el que las cicatrices causadas por la guerra mundial aún eran perceptibles en la geografía emocional y física del país. Y lo eran especialmente en el paisaje urbano y arquitectónico de grandes ciudades como Tokio, en donde, empujadas por el viento del desarrollismo, el escritor veía fealdad, desorden y suciedad. Pero, ante estas observaciones, el comentario que le hizo su guía turística japonesa fue que “la belleza es necesario merecerla”, y que “la belleza no está hecha para la calle, sino para la intimidad”. Fue una respuesta que cogió por sorpresa al autor de “Los cipreses creen en dios” y luego no dejaría de tomar como cavilación en todo el tiempo que le duró el viaje. De nuevo, nos hallamos ante la apelación a huir de lo superficial, de lo demasiado obvio y externo, y, de paso, podemos utilizar la respuesta para una posible solución a muchos de los enigmas que la cultura japonesa plantea a primera vista, porque, si bien era cierto que la ciudad estaba afeada por obras y edificios en construcción, en ella se invitaba a situarse en otro nivel de comprensión. Aprenderíamos así que la legendaria capacidad de acomodación a tiempos cambiantes tan propio del carácter de los japoneses quizá tenga que ver con la relación cuasi religiosa que mantienen con la naturaleza. Al contemplarla, aprenden que sobrevivir, incluso triunfar, es adaptarse. Sólo tienen que mirar al tallo de bambú doblándose cuando el viento sopla fuerte: en la rigidez y la resistencia obstinada no hay supervivencia, sí la hay mostrando flexibilidad y adaptación. El acomodarse, por tanto, a unos tiempos nuevos, abiertos a la influencia occidental, a la desregulación económica de tipo capitalista, era una necesidad cuya primera consecuencia la vivían en el desorden aparente que se había adueñado de las ciudades. Aparente, porque más allá de la fealdad dominante en ciertos lugares estaba el rostro perenne que la belleza de una naturaleza radiante y siglos de historia en torno a valores de armonía, equilibrio y sosiego han dejado como sello indeleble en el alma japonesa (“Aunque la ciudad se ha perdido, los montes y los ríos permanecen”, dice Du Fu, poeta chino del siglo VIII). Eso valores, que parecían haberse retraído momentáneamente de algunos sitios, no significaba que hubieran desaparecido. Hacía falta esperar, seguir indagando y ensanchar la mirada hasta poder ver bajo la superficie. Porque, como señalaba la guía turística, el encuentro con el Japón eterno requiere un viaje que sobrepasa lo circunstancial o fenoménico y lleva, según sus palabras, a la intimidad. He aquí, precisamente, una de las claves de la estética japonesa, incluso, diría yo, del comportamiento de las personas influenciadas por la tradición, ese carácter insinuado o no explícito que es su esencia. Aplicado a las relaciones humanas, efectivamente, esto da ejemplos de conocidos que difícilmente soltarán prenda sobre interesantes aspectos de su propia biografía a menos que se le reconozca a la persona interesada los méritos para dárselos a conocer. Y no será extraño que haya que esperar al fallecimiento de esa persona para saber, entre la sorpresa y la admiración, datos que, aun cuando socialmente elogiosos, no se había hecho gala de ellos públicamente. Estaban ahí, formaban parte de los trabajos y labores de la persona, pero eran accesibles sólo a aquellos que habían mostrado interés y se habían ganado el merecimiento de conocerlos….
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