Reflexiones sobre las “artes bélicas” en idioma castellano y apuntes de los isleños canarios en Filipinas

Por Alejandro Rodríguez Buenafuente
Codirector del Aula de Juegos y Deportes Tradicionales de la Universidad de La Laguna y maestro de juego del palo canario
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Presentamos este artículo en una revista de artes marciales, motivo por el que consideramos en primer lugar la conveniencia de especificar el por qué de que nos refiramos en el título elegido a las artes bélicas en vez de a las artes marciales.
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Actualmente el término arte marcial se encuentra ampliamente aceptado como denominación genérica para hacer referencia a prácticas cuyo objeto es, básicamente, la ofensa y la defensa personal, teniendo en ocasiones carácter tradicional y en otras no. Siendo de destacar al respecto cómo, en los últimos tiempos, tal denominación ha venido siendo aceptada o se ha visto impuesta a manifestaciones tradicionales, cuyas comunidades de practicantes, o al menos los grupos más arraigados a la tradición dentro de las mismas, o bien no la asumen, o bien directamente la rechazan, ya sea adscribiéndose a su antigua denominación o asumiendo otras nuevas como, por ejemplo, arte civil (Eduardo Sanoja 1990). En cualquier caso, y con independencia a lo anterior, parece manifiesto que la expresión artes marciales no para todo el mundo implica lo mismo, por lo que vemos pertinente hacer algunas consideraciones en torno al mismo.
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Así, comenzando con el concepto arte, estimamos viable y lícito proponer que, en principio, arte respondería a alguno, o incluso a todos ellos, de los preceptos enunciados por las primeras cuatro acepciones (que son las concretas y no figuradas) que recoge la Real Academia Española de la Lengua de dicha expresión (referencia esta con lo que ya iríamos justificando el uso de nuestra delimitación sobre el idioma castellano); a saber:
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arte ¬ Del lat. ars, artis, y este calco del gr. τέχνη téchnē. ¬ 1. m. o f. Capacidad, habilidad para hacer algo. ¬ 2. m. o f. Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros. ¬ 3. m. o f. Conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer algo. ¬ 4. m. o f. Maña, astucia.
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Poniendo esto con relación al concepto artes marciales: si nos ajustamos a la primera de dichas acepciones, parece obvio que todas ellas participan de la idea de la capacidad humana, en este caso de atacar y defenderse, y en puridad ante otro ser humano. Igualmente, si lo hacemos con relación a la tercera acepción: en todos los casos existen uno o varios conjuntos de preceptos y reglas necesarios para la plasmación de dicha capacidad. Y, con relación a la cuarta, es evidente una implicación individual que supone la existencia de maña o astucia, que iría más allá del mero nivel de conocimientos y, eventualmente daría lugar a una gradación cualitativa.
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Sin embargo, en cuanto a la segunda acepción, sí que podemos hallar puntos de discrepancia, al plantearse la dicotomía de interpretar lo real frente a plasmar lo imaginario; en tanto que, salvo en situaciones en las que sea factible la contrastación física efectiva, la delimitación entre ambas categorías resulta difusa. Sobre todo si seguimos la opinión de los propios practicantes, siendo que estos tienden en general a manifestarse a título particular o grupal concreto como intérpretes de lo real, achacando por tanto a los otros el plasmar lo imaginario. Las opciones parecen en este caso excluyentes, y poco viable llegar a alguna conclusión en una comunicación breve como ésta, dado que un análisis serio exigiría como mínimo un registro y catalogación exhaustivos de las manifestaciones asimilables a este concepto.
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En cuanto a nuestra preferencia por bélico ante marcial, y aún siendo ambos términos básicamente sinónimos en idioma castellano, es decir implican relación con la guerra y lo militar, optamos por el primero, dado que arte marcial tiene connotaciones muy concretas, incluso recogidas de forma independiente por la RAE, con un fenómeno concreto de difusión y promoción internacionales de manifestaciones de este sesgo, de origen oriental, y básicamente con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Promoción ésta que se ha realizado principalmente en los idiomas francés, como art martial, y sobre todo inglés, como martial art, hasta el punto de que no hemos podido encontrar en documentación escrita en castellano el término arte marcial con anterioridad a la década de 1970, hecho que no parece indicar otra cosa que se trate de una aliteración de los anteriores, y con ello, reflejo exacto de un proceso histórico y culturalmente muy concreto.
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Sin embargo, sí que tenemos perfectamente documentada la existencia de unas artes bélicas, en decenas de tratados, reglamentos y similares sobre los usos y estrategias del movimiento, instrucción y organización de tropas, al menos desde el S. XIII, amén de existir desde esos tiempos traducciones de obras de la antigüedad clásica en este sentido. Es posible que a fenómenos de este tipo respondan, al menos en parte, lo que más recientemente se está denominando como artes marciales occidentales, pero asumiendo nuestras limitaciones, y entendiendo que todo esto implica básicamente cuestiones culturales, y que éstas son inherentes al lenguaje y éste a su vez a su trasunto, el idioma: nos hemos limitado a estudiar con cierto detalle tan sólo la documentación al respecto en idioma castellano: de ahí las artes bélicas en castellano del título.
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Del conjunto de dicha documentación se puede extraer, como elemento definitorio, que el fenómeno militar era en esas épocas muy diferente del actual. Nos encontramos así con un inicialmente pequeño núcleo de mandos y militares de oficio y vinculados a la monarquía, que interaccionan con, y también se van imponiendo progresivamente, a unas numerosas milicias municipales, que llegan ocasionalmente a implicar al total de los individuos con capacidad de tomar las armas en zonas concretas (habiendo constancia, al menos en el caso de Canarias, del alistamiento incluso de mujeres), cuyo principal objetivo es su propia defensa ante terceros. Esta dinámica fue sancionada y regularizada por primera vez por Felipe II, quien llega a especificar a alguno de los gobernadores militares la necesidad de respetar lo básico del funcionamiento interno de las milicias, evidentemente por una cuestión práctica en cuanto a la necesidad de una capacidad defensiva territorial autónoma.
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Posteriormente, el masivo esfuerzo de guerra, ocasionalmente defensiva, pero básica y estratégicamente ofensiva, en Europa durante esos siglos; dio pie a la necesidad de la organización de un ejército nacional profesional, con estructuras de mando unificadas y con una centralización eficiente, más allá de meras jerarquías. En el caso concreto de Canarias, por ejemplo, las competencias militares a nivel de tropa, mandos directos y bastimentos estaban, al menos hasta finales del S. XVIII, absolutamente en manos de regidores municipales, que se debían nominalmente al Gobernador real de turno, pero también a sus propias asambleas y cabildos. Así, durante varios siglos, más en unos sitios que otros, dependiendo de las circunstancias locales y la capacidad real de acción de la Corona, se mantuvo una situación de digamos hibridación entre lo militar y lo civil; recordemos igualmente por ejemplo, cómo se recurrió en numerosas ocasiones y directamente a la milicias regionales para la organización de tercios en la guerras europeas, o cómo en los pleitos legales de esos siglos se puede observar constantes conflictos de competencias entre la jurisdicción civil y la militar, o cómo incluso los alardes, muestras, libreas y diversas exhibiciones “deportivas” militares (juegos de cañas, sortijas, luchas, bailes y juegos de espadas y de palos, etc…), se incorporan habitualmente a las fiestas populares.
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Posteriormente, elementos más estructurales como las reformas administrativas borbónicas o la inherente integración de una economía estatal moderna capaz de sustentar el gasto de un ejército, o más coyunturales como la militarización asociada a una guerra de independencia en Europa, y facilitada por la desaparición de la dispersión administrativa y logística que suponía para la Corona la defensa de los Virreinatos americanos; dieron lugar ya a mediados, e incluso finales, del S. XIX a la actual situación de distanciamiento entre sociedad civil y el estamento militar.
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Pero, qué tienen las actuales artes marciales, que se supone que por definición deberían ser, guerreras, bélicas o militares, que ver con todo esta reflexión sobre la evolución reciente (o al menos, no remota) de las artes bélicas en idioma castellano, esta vez sí militares plenamente. Porque, salvo quizás algunas excepciones relacionadas con fuerzas militares especiales, curiosamente las actuales artes marciales parecen no tener nada ni con los soldados, ni con las guerras, teniendo en cambio un cariz muy característico: se refieren casi exclusivamente al carácter singular, e incluso particular en tanto que individual e intelectual, de los enfrentamientos que las definen. ¿Implica esto que son un fenómeno completamente nuevo, o son, tal y como se propugna desde sectores practicantes de muchas de estas artes marciales, rescoldos guerreros ancestrales de épocas heroicas en las que los enfrentamientos individuales entre campeones (e incluso consigo mismos) parecen poder dar cuenta de la mayoría de las cuestiones importantes de la vida y de la psicología humanas?
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Ciertamente, con relación a estas artes bélicas tenemos por un lado una necesidad militar, o sea grupal, de facilitar medios y conocimientos bélicos, de cuya satisfacción resulta un fenómeno que se podría denominar, siguiendo la documentación a la hemos hecho referencia, como instrucción o ejercicio de las armas, basado en la disciplina y la obediencia de unas directrices estrictas de movimientos de las tropas como conjuntos. De hecho, textos militares de la época asignan a este término, ejercitar, el origen de la palabra ejército.
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Sin embargo también tenemos en estos mismos textos algunas referencias a la conveniencia puntual de fomentar otro tipo de ejercicio: el de la destreza en el juego de las armas, que no tiene gran importancia desde un punto de vista táctico y militar, pero que evidentemente aumenta las posibilidades de supervivencia personal, y que quedan en general en dichos textos sin especificar en detalle y confiados al conocimiento y experiencia de los mandos directos sobre la tropa. Más aún, este tipo de ejercicio, junto con otros físicos no estrictamente bélicos, son específicamente recomendados por textos, no sólamente militares, sino también en otros con connotaciones filosóficas y religiosas, y vinculados a órdenes monásticas; como juegos necesarios para la solvencia efectiva e incluso el desarrollo personal de los individuos de la milicia. En resumidas cuentas: lo que en nuestro castellano del siglo XXI podríamos traducir como deportes.
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Pero, además de este ámbito miliciano general, existe otro contexto, esta vez no vinculado directamente al entramado administrativo militar, y que podríamos denominar como civil, en el que el conocimiento individual del manejo, o juego, de las armas es un elemento estrictamente útil y práctico, es decir no deportivo: se trataría del trasunto del sector laboral que actualmente denominamos como Seguridad: así, hemos de traer a colación la existencia servicios de protección y escolta para desplazamientos y similares en las ciudades de la corona castellana, por ejemplo Córdoba en el S. XVI, pareciéndonos lógica su existencia en cualquier otra sin necesidad aquí de mayores precisiones, y constando referencia a estructuras laborales al respecto explícitamente gremiales. De la existencia generalizada de esta estructura civil de conocimiento o arte del combate, es testigo la prevalencia desde finales del S. XVI hasta mediados del S. XVIII de referencias a una dinámica de exámenes públicos sobre el uso de las armas, delimitación de niveles y grados de práctica (jugadores, prebostes y maestros, por ejemplo) y alusiones a cartas de examen, es decir documentación acreditativa de dicho conocimiento.
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Pero, al igual que ocurría en el ámbito miliciano, también en el civil, hasta donde sea factible establecer la diferencia en estas épocas, se da una versión que podemos denominar lúdica y, en términos actuales, deportiva. Esto último en tanto que no tiene aplicación útil específica, pasando de ser un medio para la defensa a un fin en sí misma. Entendiendo como escenario natural de esta transmutación la práctica de la enseñanza y del entrenamiento. Valga un texto de Julio Monrreal para ilustrar este aspecto:
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“ //…// siendo muy frecuentes las casas de los maestros de armas adonde los aficionados y deseosos de manifestar su habilidad concurrian (2) ¬ // [Mucho abundaban en la corte las desmanteladas salas de los esgrimidores, como lo dice Santos en su Dia y noche de Madrid, con estas palabras: «En todos los barrios o en los más hay muestras de armas, y donde no, no falta un aficionado que tiene espadas negras y se huelga que las vayan á jugar, y apenas pasa el varon de los doce años, cuando el deseo de saber le mueve é inquieta con la golosina de tirar cuatro palos en un juego público.» (Disc, X) ¬ Aunque se esgrimia con espadas negras, esto es, con el corte y punta embotados, muchas veces el calor que tomaban los contendientes en el combate era causa de encuentros desagradables, no pudiendo separarlos el maestro, por más que metia el montante. Léase, en prueba de ello, el caso que describe Zabaleta, pintando un juego de armas al aire libre, en su Dia de fiesta por la tarde… -a pie de página //, plantando á las veces sus reales al aire libre en las romerías y velas de santos.”
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MONREAL Y XIMÉNEZ DE EMBÚN, Julio [1884]: “Costumbres del Siglo XVII” (1ª Parte) en La Ilustración Española y Americana : Revista de bellas artes y actualidades. nº XXX. pp. 90-91. 2º Semestre 1884. Madrid
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En esta situación hemos de entender el bastante conocido fenómeno de la llamada verdadera destreza en el juego o manejo de las armas, un desarrollo culto de la denominada por los promotores del mismo como destreza vulgar, versión popular que, como hemos indicado, también tenía manifestaciones, que no por lo violentas que pudieran ser puntualmente, dejarían de encajar en estos parámetros deportivos, es decir no utilitarios y voluntaristas.
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En definitiva, cabría decir que esta es una época en que, tras la rígida estructuración social feudal, la tenencia y porte de armas de todo tipo se aparece como una especie de derecho natural; aunque ciertamente conculcado por regulaciones específicas que tienden a aumentar a medida que se va imponiendo el estado moderno, y que afectan principalmente y en primer lugar la clases bajas. Así se llega al punto de extinguirse como tal dicho derecho en las actuales sociedades, con la salvedad de casos que no por lo conocidos dejan de ser excepcionales, como es el de los Estados Unidos de América. Recordemos a modo de ejemplo como Felipe II armó, de hecho, a grandes sectores de la sociedad al retirar la potestad de la jurisdicción civil respecto a las armas sobre los componentes de las milicias, especialmente las de Castilla y de Canarias, competencia que fue laboriosamente recuperada por la administración borbónica en los siglos XVIII y XIX.
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En definitiva planteamos que, al menos en el ámbito cultural delimitado por el idioma castellano, determinados nombres y denominaciones, con toda la carga cultural concreta que pudieran llevar consigo en cada caso y que incidiera en su posible asimilación como artes marciales, no son otra cosa que restos específicos de toda esta destreza bélica popular y de sus manifestaciones expansivas.
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Así denominaciones, y variables de las mismas, como eskrima en Filipinas, juego de garrote en Venezuela, grima en Colombia, o juego de palo o garrote en Canarias, además de algunas otras menos conocidas, todas ellas referidas a tradiciones populares, aunque con diversas versiones recientemente aproximadas a los parámetros marciales actuales; parecen responder a situaciones puntuales en que la coyuntura histórica, y muy notablemente la gran prevalencia o pervivencia de estructuras milicianas hasta períodos recientes, ha tendido a la relajación de las normativas administrativas sobre la tenencia, porte y uso de armas, o de determinadas armas, haciendo públicamente visible al menos el uso expansivo o deportivo de las mismas.
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De la viabilidad de esta coincidencia parece testigo el hecho de que en la nomenclatura y argot técnico de todas ellas aparecen siempre muchos términos también presentes en la documentación histórica disponible sobre la señalada destreza’. Siendo especialmente de destacar al respecto el uso en todas ellas, incluso en varios casos en el mismo nombre con que se las conoce, de la expresión juego o el verbo jugar, que no casualmente consta todavía en el diccionario de la Real Academia como sinónimo estricto de manejar, cuando es con relación a un arma.
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Este último es un aspecto importante y muy a tener en cuenta, dado que da pie considerar que esta interpretación que aquí hacemos sobre artes bélicas en castellano, sería viable también en otros idiomas: así tenemos directamente en su nombre el concepto jugar las armas en el caso del jogo do pau, tanto en Brasil como en las islas Azores o en la Península Ibérica; o presente en el uso giocare en clásicas explicaciones técnicas sobre el manejo de la armas en italiano, recordemos al respecto una frase del maestro Rodolfo Capoferro de 1610:
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Il buon giocatore quando giocherà non deve mai parare se non risponde col ferire, nè meno deve andare a ferire se non è sicuro di parare la risposta, (…)
CAPO FERRO DA CAGLI, Ridolfo (1610): Gran Simulacro dell’arte e dell’uso della scherma.
Salvestro Marchetti y Camillo Turi, 1610 (cita p.28). Siena.
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E incluso saliéndonos del ámbito de los idiomas afines por su origen latino, podemos contratar este uso y tendencia por ejemplo en el inglés, siendo que actualmente en el ámbito marcial y deportivo, existe la tendencia a denominar la esgrimas de bastón con el apelativo stick fighting, que suele ser aliterado en castellano como lucha de palos, sin embargo, baste irnos a documentación de otros tiempos para ver que para hacer referencia a la esgrima con espadas, se usa o el genérico fencing, o bien el más concreto swordplay, literalmente juego de espadas.
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El juego de palo de Canarias
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La segunda parte de este texto, y precisamente para la correcta ubicación de la cual hemos estimado conveniente la redacción de una primera, se hace para puntualizar ciertas interpretaciones sobre el porqué de la existencia del juego de palo de Canarias, un arte bélico tradicional, en tanto que se sigue practicando popularmente de forma espontánea y con ese nombre desde al menos mediados del S. XVIII, y que han aparecido en varias publicaciones de este ámbito marcial.
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Hemos aportado en estas líneas una propuesta de ubicación e interpretación del juego de palo de Canarias, junto con otras prácticas que entendemos asimilables, obviando las cuestiones técnicas concretas, que creemos poco significativas para la delimitación del fenómeno y entendiendo que aquellas pueden cambiar incluso de manera rápida e inopinada; valga para ilustrar esto un fragmento publicado en 1985 que narra un encuentro entre dos de los más reputados maestros canarios, uno discípulo del otro, ocurrido probablemente entre 1900 y 1905.
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Pedro Pestana siguió su vida viajera y al cabo de algún tiempo volvió por San Andrés para cruzar su palo con José Morales; iniciaron el juego y dentro del mismo, Pedro Pestana, para probar a su alumno, le tiró el palo a la cabeza cuya defensa le había enseñado, pero, cuál no sería su asombro, al ver que Morales no se lo atajó de la forma que él esperaba, sino que haciendo caso omiso del palo «mandado», lo esquivó mediante un cambio de «cuadra» y le entró de punta a la garganta. Pedro Pestana extrañado, tiró su arma al suelo, y gritó: ¡José Morales!, ¡Qué has hecho del palo, si ya juegas más que yo! Y cuentan que no volvió más por San Andrés.
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MEJÍAS GIL,Cipriano (1985): “Recordando al mejor jugador de palo del que hay memoria: D. José Morales” en La Sorriba nº 20, pp 10 y 11. Santa Cruz de Tenerife.
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No obstante, hemos de reconocer la existencia y prevalencia de otra opción explicativa, puede que en estos momentos la más aceptada en este entorno, diferente a la propuesta por nosotros, y basada a la asunción de la existencia de unos entramados marciales técnicos y culturales concretos y estables que son susceptibles de ser trasladados desde un lugar original hasta a otro receptor y deudor intelectualmente del primero. Adoleciendo en general esta postura de un escaso interés en profundizar en los procesos concretos implicados de este propuesto fenómeno de difusión.
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En este sentido varios autores han señalado las similitudes estéticas que, al parecer, tiene el juego de palo de Canarias con el arte marcial propio de filipinas, denominado habitualmente como eskrima, que no deja de ser una aliteración de esgrima, coincidiendo también en esto con una de las denominaciones alternativas que le adjudicó la prensa deportiva local al primero en la primera mitad del S. XX, a saber: esgrima canaria. A dicha cuestión estética, que por otra parte será absolutamente particular y propia de la persona observadora, parece desafiar el hecho de que son éstas dos regiones del mundo extremadamente alejadas, sitas entre sí casi en la antípodas del Globo, por lo que parecería desde esta visión difusionista extremadamente importante el localizar las situaciones históricas en las que se hubiera podido producir el señalado proceso de difusión. Siendo, que sepamos, tan sólo dos las ocasiones publicadas como justificación de la existencia del juego de palo en Canarias por difusión de prácticas de origen oriental: una la realización de una expedición diplomática japonesa a España en 1614, que dio lugar al asentamiento de algunos japoneses en los alrededores de Sevilla, conservándose hasta la actualidad el apellido Japón como fruto del dicho asentamiento (Budoka, julio-agosto 2014); y la otra la designación como Gobernador de Canarias en 1659 de Sebastián Hurtado de Corcuera con posterioridad a haberlo sido de Filipinas entre 1636 y 1644 (Nepange, 2007).
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En todo caso es preciso dejar claro que, tanto el juego de palo de Canarias como la eskrima de Filipinas, son productos genuinos de la cultura popular de los pueblos canario y filipino, respectivamente, siendo destacable que, en ambos casos, se suele concretar su origen en las prácticas prehispánicas existentes en ambos territorios en tiempos previos a la llegada de los europeos. También es reseñable que, en ambos territorios, existió instrucción, tanto en el ámbito militar como en el civil, relacionada con el manejo de las armas, siendo constatable en el caso de Canarias la enseñanza de esgrima y arte de palestrina en general ya a principios del S. XVI, e incluso exámenes públicos de esgrima en Gran Canaria en el S. XVII, así como la existencia en Filipinas de enseñanza regular de juego de armas a tropas indígenas, al menos desde el S. XVII.
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Advirtiendo, como hemos señalado, el escaso desarrollo de argumentación por parte de quienes la han emitido la señalada propuesta, quisiéramos en esta líneas aportar algunos datos concretos con relación a las relaciones con connotaciones específicamente bélicas o marciales entre Canarias y Filipinas que creemos interesantes desde este punto de vista, y que evidencian que este contacto marcial entre ambos archipiélagos es bastante más plausible de lo que inicialmente podría parecer…


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